46: Razones que hieren

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Para aquella mañana de primavera cálida, La Reina estuvo todo el día en el jardín, observando las rosas, los arbustos, los árboles y los frutos más jugosos entre las flores hermosas. Rezó a los Dioses internamente por el bienestar de toda su familia, y se preguntó unas cuantas veces qué era de su esposo.

El Rey no había enviado cartas después de la repentina muerte de su hermano, y eso le preocupaba terriblemente. Sabía que su marido era un hombre terco y deseoso, además; había escuchado un sinfín de chismes relacionados con todo aquello.

Había tenido sueños inexplicables, pesadillas pasajeras y conclusiones poco creyentes sobre el retraso de su perpetuo amante, ¿Pero qué podía hacer? Lo único que le quedaba era esperar.

Estuvo unas horas a solas, entre las que repartía el tiempo entre el té y el recorrido redondo del laberinto de ramas, estuvo sentada al pie de la espléndida fuente, y hasta recogió unas cuantas bayas para sus hijos.

Hubo un momento en el que cuatro de sus caballeros la sorprendieron, custodiaban a una mujer pordiosera de poco menos de treinta años, y la que sostenía un niño de semanas, entre lanas y yute mohoso.

Tenía los párpados caídos, algunos dientes podridos y el cabello desgreñado; se le notaba la falta de alimentación, y su ropa estaba tan sucia y rota que era evidente su pobreza. A su alrededor habían ocho pequeños de igual apariencia, algunos de ellos llorando y el resto con inmensas caras de miedo.

La Reina se puso de pie, los observó con extrañeza y esperó los reportes.

—Mi señora, esta mujer y su banda de ladrones se han metido en los establos —comunicó uno de los guardias.

—Pretendían robar uno de nuestros carromatos con verduras, frutas y hortalizas —siguió el caballero más déspota—. De seguro pretendían venderlo en el mercado. Al fin y al cabo son solo ladrones.

Los niños se estremecieron y comenzaron a llorar. Hasta el bebé que iba en brazos lanzó leves alaridos y la mujer pordiosera desaprobó con un ligero movimiento de cabeza.

—Eso no es cierto, Su Majestad. Le juro por mis hijos que no es cierto.

Otro de los caballeros le exigió silencio, e inmediatamente amenazó con golpearla en la cabeza. La Reina lo calcinó con una mirada imponente.

—¡Mucho cuidado con lo que hará, Sir! ¡Que no se le olvide que está frente a una reina que es mujer! ¡Y que mi esposo es su rey y superior!

—Pero, mi señora. Esta mujer ha educado a sus hijos para el robo. Debe ser castigada y sus rateros decapitados. Son las voluntades de nuestro rey Su Majestad —se excusó el caballero.

—Nuestro rey no se encuentra en el castillo, y mientras él permanezca ausente, seré yo quien escoja los mejores métodos de castigo para nuestros ladrones —sostuvo la mujer mientras caminaba hacia los hombres—. Que no llegue a saber que han maltratado a una mujer, niño o anciano, o me veré en la penosa obligación de demandar cada una de sus cabezas.

—Pero mi reina...

—¿Está cuestionándome, caballero? —Interrumpió ella acercándose al hombre—. ¿Quiere que mi esposo sepa de este curioso altercado?

Pero ninguno de los vasallos respondió. Al poco tiempo, los cuatro caballeros guardaron sus espadas, y se retiraron del jardín con las cabezas agachadas. El Rey había cambiado demasiado, pero seguía siendo severo con las reprimendas; una cuestión que ni su esposa pudo cambiar.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora