55: La coronación

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—¡Es un hecho! ¡El Rey regresa! —Menelao corría por toda la cocina dando la noticia. Tenía lágrimas de felicidad en los ojos, y su rostro dibujaba una sonrisa de esperanza devuelta—. ¡El Rey vuelve! ¡El Rey vuelve!

La Reina había dado orden de transmitir la noticia a todos los trabajadores del castillo, pues había recibido una carta de su esposo en la que aseguraba su retorno a casa.

—¡Benditos sean los Dioses! —exclamó una de las lavanderas.

Y los caballeros, los sastres, las sirvientas y demás cortesanas, iban por los patios y las recámaras, llevando la noticia a cada rincón y entre cada habitante del lugar.

También los vendedores, los campesinos, y hasta los niños, supieron de ello, y se alegraron de tal manera que iniciaron una celebración que perduró más de tres días.

Fue la primavera más hermosa que se hubiera recordado; el sol brillaba en el esplendor del cielo, mientras los jardines eran abarrotados con flores y animales preciosos. Los cuatro príncipes sonrieron y lloraron en cuanto se enteraron, y La Reina y sus cortesanas, estuvieron tranquilas y apacibles, aguardando por el momento de la llegada.

Esa noche, se conmemoró el regreso del Rey con una reunión inusual. La voluptuosa reina de carácter tranquilo e intachable, reunió a sus hijos con los miembros más allegados de la familia. Megara y Menelao asistieron la velada, mientras un par de cocineras, algunos caballeros y ciertos abanderados, se ponían cómodos entre los cojines del suelo.

Sara, Lucy, Margaret y Emil, danzaban y jugaban por la recámara con juguetes en mano, y por primera vez, nadie pensó en la continuación de los relatos previamente escuchados.

La Reina aseguró reunirlos para contar el desenlace de la historia, y ya que había repercutido tanto en las conversaciones de sus allegados, era importante para ella como cuentista, que todos los interesados disfrutaran del esperado final.

Hubo mucho vino, un par de botellas de hidromiel y hasta tres bidones de zumo de frutas. Las personas se pasaban canastas con panecillos dulces, granos servidos y carnes rojas. También disfrutaron de manzanas y uvas como postre, mientras una ronda de té ayudó a relajar las mentes de los invitados.

La Reina abrazó a sus hijos para darles esperanza, aunque en el fondo no estuviera muy segura de lo que hacía. Fue víctima de la ansiedad, y como consecuencia; dudaba de la pronta aparición de su anhelado esposo.

Solo clamaba a los Dioses piedad y fortaleza ante cualquiera de sus designios, y revisaba la entrada de la recámara, asegurando una y otra vez que alguien los observaba con ojos fijos y gesto prudente.

«Ha de ser el cansancio —se dijo en una de las oportunidades—. No he dormido lo suficiente desde que mi amado decidió marcharse sin nuestra compañía.»

La mujer había estado leyendo durante las últimas noches, y también había repasado minuciosamente la historia del reino, de las vidas leyendas y de algunas personas importantes en su entorno personal.

Se había abastecido con suficiente información como para contar relatos durante por lo menos tres vidas seguidas. Pero confiaba en las voluntades de su esposo, y creía ciegamente en aquella severa y apasionante palabra.

«Regresará... Algo me lo dice.»

Al cabo de unas horas, en las que los niños resumieron las aventuras de los relatos para los nuevos oyentes, La Reina tomó asiento entre los cojines más esplendidos y pulcros. Sus cortesanas, o más bien, las criadoras de sus hijos, se sentaron a sus espaldas. Una le dio a comer trozos de higo, mientras la otra servía su acostumbrada copa de vino.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora