1: El baile de las doncellas

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La Reina se adentró en los aposentos de sus cuatro hijos, y los detalló a todos con silencioso amor, «mis pequeños. Aún lucen tristes... Oh mi Rey, cómo quisiera que estuvieras entre los muros de este castillo ahora, porque eres tú la felicidad en sus vidas. Porque eres tú la felicidad en mi vida.»

Ocultó la tristeza en el pálido de su sonrisa, caminó entre las camas y se sentó en una de ellas. Allí estaba Lucy; su princesita celosa de diez años, con el cabello largo y caoba, como el marrón más oscuro del bosque. Se le unió Sara, la más alta y la de mayor edad con once en su haber, aquella creyente solo de lo posible y la lógica inocente de su inexperiencia.

Margaret se acercó a ella para abrazarla, esa bebé sonriente de tan solo nueve y cuyo cuerpo era idéntico al de su madre. Entonces el varón salió de debajo de la cama, con una espada de madera en mano y los ojos rojos de tanto llorar.

Ella los abrazó a los cuatro como era de costumbre, les dio un beso en la frente por separado y sentó al niño de ocho años sobre sus piernas.

—Esta noche es especial. Les contaré una historia para que duerman entre la fantasía de lo increíble —«y para que se distraigan de la nostalgia por unos momentos.»

Pero ninguno de los niños sintió mayor emoción. El primer día de primavera había venido a ellos con la separación más punzante que jamás habían vivido, y es que siempre habían estado bajo las faldas de su madre, pero era su padre aquel modelo que todos habían escogido seguir.

La Reina volvió la cabeza para mirarles el rostro y sentó al principito Emil junto a sus hermanas. Todos tenían la piel mestiza, los ojos profundos y el cabello oscuro, con esa nariz abotonada que caracterizaba a su esposo y el cuerpo robusto que la caracterizaba a ella.

—Sé que extrañan a su padre, pero son cosas que él y su hermano deben resolver a solas.

—¿Está en una guerra, cierto? —preguntó Sara con cierta crudeza.

—No lo creo, más bien está tratando de evitar una —le respondió La Reina.

—Entonces fue a una fiesta sin nosotros —sugirió Lucy con cierto tono de pesar.

—De ser una fiesta lo que obliga a tu padre, estoy segura de que nos habría llevado a todos —comentó La Reina en igual tono.

—¡Un campeonato! De seguro mi padre va a competir en los desafíos del reino —sostuvo inocente Emil. Sus ojos brillaron por un momento.

—No, cariño. Tú padre no es el mejor, pero de haber un campeonato estoy segura de que nos habría llevado para ovacionar sus victorias.

—¿Entonces qué puede ser, madre? Nuestro tío siempre ha discutido con nuestro padre, pero un conflicto entre ellos jamás había pasado a semejantes acciones —Margaret sostenía con seguridad—. Nuestras cortesanas nos han contado que se llevó a mil caballeros y una serie de armas de guerra...

«Esas muchachas—pensó La Reina para sus adentros—. ¿Hasta cuándo debo repetirles que no comenten nada delante de los niños?»

—Recuerden siempre que no todo es lo que parece y que las armas no son símbolos de conflicto —refirió ella, segura—. Podría tratarse de una ofrenda o incluso un regalo. Saben cómo es el Rey con su hermano.

Entonces los niños le creyeron y se miraron las caras complacidos con la respuesta.

La Reina se puso más cómoda y sus hijos se recostaron en la pequeña cama, atentos a sus palabras.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora