26: Giselle

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Los niños jugaban con sus muñecas, y para sorpresa de todos, La Reina había llevado otra muñeca esa noche. Era una versión un poco diferente de La Bella Durmiente; con vestido negro, y rizos más oscuros. Además, sus ojos eran botones carmesí y su corona era negra como la noche misma.

—¿De qué trata esto, madre?

—Algunas veces no nos damos cuenta de lo que está frente a nosotros. ¿Quién miente cuando aquellos que se dicen engañados, cubren sus ojos intencionalmente con vendas propias?

Los cuatro príncipes se miraron intrigados. Con cada día que pasaba, la introducción a los relatos de su madre era mucho más paradójica.

—¿Qué es una mentira cuando todos tenemos nuestra propia verdad? —y los miró fijamente—. ¿Seguimos siendo víctimas cuando somos culpables de nuestra propia ceguera?

Pero aquellos pequeños apenas y pudieron entender. Sara, Lucy, Margaret y Emil se escondieron entre las sábanas como buscando respuestas, pero nadie más que La Reina las tenía todas.

—Voy a pedirles mucha atención esta noche, pues el giro de la historia cambiará un poco a partir de hoy —y se puso cómoda, arregló la falda de su vestido y bebió un sorbo de hidromiel—. ¿Somos buenos? ¿Somos malos? ¿Quién dice lo que somos en realidad, cuando la línea entre el bien y el mal son nuestros propios intereses?

"He llegado a saber, ¡Oh hijos míos! Sobre cuatro elegidas que de pronto eran tres, y cuyo cuarto componente no era más que una ilusión del juego mismo. Pues es la magia el encanto más doloroso y exquisito entre los hombres, porque sin ella habrían sido burdas, bastas y sosas. Porque sin sus fichas de transito cambiante, nunca en la vida se hubieran conocido.

Belle, Blancanieves y Cenicienta llegaron a los linderos de Nightmareplace con Nazar, Elliot y Robin escoltándolas. Había una bruma densa, pesada y asfixiante; negra como la noche y fría como la nieve. Era un lugar donde se podía sentir el dolor, la angustia y la pena.

Las almas de sus campesinos se paseaban entre los escombros de sus casas y las ruinas de sus templos. La tierra estaba cubierta de maleza que se movía; al igual que sus campos y paredes. No había sol, luna o estrellas anegando el cielo, siempre permanecía en silencio y siempre se sentía misteriosa. Tras la maldición del poderoso Príncipe Egoísta, toda planta, humano o animal se perdía entre sus redes de desesperación, pues era un cementerio siniestro.

Su castillo era más bien una fortaleza esculpida a partir del suelo; un roca gigante con torres que lucían como picos empinados, y portales que habían sido abiertos con magia pura. Era una piedra hueca, tan hueca que en su interior había cien habitaciones, treinta docenas de ventanas y un número incontable de entradas y salidas.

Las banderas de lo que había sido un hermoso reino se reducían en polvo sobre sus puntas, y los estandartes, los escudos y caballeros se habían hecho cenizas en cuanto Nathanielle los atacó.

—Es aquí —comentó Elliot tras guiarlos a la entrada.

Los demás desmontaron sus dinosaurios y tomaron solo sus armas. Las provisiones no serían necesarias; no pretendían quedarse a acampar.

—Este lugar es terrorífico —comentó Cenicienta mientras caminaban.

—Saldremos pronto, no creo que haya mucho donde buscar —sostuvo Belle llenándose de valor con una bocanada de aire.

Y se adentraron por la puerta principal, que estaba abierta y cuyas rejas había sido destrozadas por los dientes de un feroz animal. Caminaron entre las instalaciones y ubicaron La Torre Escondida del castillo, lugar al que solo se tenía acceso mediante los pasadizos que interconectaban unas habitaciones con otras.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora