54: Destinos que nunca cambian

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La mañana de ese día había transcurrido con extrema tranquilidad en el castillo. La Reina estaba al borde de una inquisición por parte de sus cortesanas, mientras sus hijos iban por las cámaras relatando el viaje en el tiempo que Las Elegidas habían tenido.

Aquella había sido la historia que más había marcado los relatos de su madre, por lo que se sintieron abrumados con el bucle que la trama había enmarañado. Sara, Lucy y Margaret se dedicaron a fabricar sus propias muñecas basadas en la princesa Juliet, mientras el pequeño Emil no paraba de exigir a los artistas que dibujaran íntegramente a Simbad y su grupo de marinos.

Cuando el sol estaba puesto, La Reina fue llamada a una audiencia en la Sala de Trono, pues los rumores sobre la muerte y el abandono de su esposo habían propagado un enorme chisme en el reino.

Ante ella aparecieron cientos de hombres; desde acomodados hasta mendigos, todos con la intención de ofrecerse en matrimonio. Ella los rechazó casi tan rápido como aparecían ante sus ojos, pero resultó bastante cordial para no herir sus respectivos sentimientos.

Uno de ellos fue un hombre gordo y de cabeza medio calva, que se presentó frente al trono con una banda de cortesanos jóvenes y sonrientes. Estos a su vez llevaban bandejas repletas de carnes, granos, legumbres y vegetales, mientras otros tantos remolcaban carromatos repletos con bidones de agua, vinos e hidromieles de todas las partes del continente.

La Reina rechazó su propuesta, pero aceptó los regalos con la excusa de que los pobres y demás necesitados agradecerían eternamente tan generosa ayuda.

El hombre salió renqueando ante sus muslos gigantes, aunque dibujó una expresión tan ofendida que hasta ella sonrió. Otro de los hombres fue más bien un niño de diez años, que abarrotó la sala con cientos de jaulas y cajas de distintos colores. Llevaba leones, panteras, osos polares y hasta gaviotas, en ofrenda a tan hermosa regente.

El techo fue poblado por pájaros de colores curiosos, y que parecían repetir cada palabra que cualquiera dijera. Había algunos reptiles guardados en cofres pequeños, y hasta se podía escuchar el zumbido de distintos insectos, apresados en cajas de cristal.

La Reina lo rechazó con ternura, aunque provocó una actitud ligeramente hostil. Aceptó los regalos y abogó por que los jardines de su reino necesitarían animales de procedencia tan exquisita. Con ello, el niño que pudo haber sido su hijo, se marchó, aunque su cortesano tuvo que sacarlo de la sala en brazos, pues no había parado de hacer berrinches desde su rechazo.

Para el final de la tarde, un hombre alto, elegante y corpulento, apareció medio desnudo ante La Reina. Ofreció montañas de oro, vasijas rebosantes de diamantes y las joyas más brillantes de todo el continente. Ella asumió su carácter seductor, tranquilo y comprensible, pero definitivamente no habría podido llegarlo a amar de la forma en la que amaba a su extrañado rey.

Aceptó los regalos, aunque no pudo evitar mentir sobre su gusto ante las extravagantes joyas. Recibió cada gramo de oro, y dijo que lo conservaría para la economía del castillo, aunque nunca comprendió la apática tristeza de tan bondadoso hombre.

Así el día terminó, y cuando cayó la noche, estuvo con sus hijos frente a frente:

—¿Por qué rechazaste a todos esos hombres? —Preguntó Margaret—. He sabido que en otros lugares las personas pueden casarse con cuánta gente su corazón ame.

—Los hombres, cariño. No las mujeres —corrigió La Reina al tiempo que sonreía.

—Me pareció que el muchachito era lindo. Debiste decirle que se quedara —intervino Lucy mientras peinaba su muñeca de Juliet.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora