31: Los que no son invitados

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El pequeño George, de solo once años, era el primo segundo y pupilo más pequeño entre los jóvenes que el Rey entrenaba. Ese día había llegado al reino después de su largo y cansino viaje, y traía consigo cientos de juguetes y golosinas para los hijos de La Reina.

Era algo brusco, alto, regordete y de ojos cafés, con las facciones gruesas y un arrogante estilo al hablar. Solía robarse los panecillos de la cocina, y escalaba los árboles del jardín para devorar sus frutos.

Sin embargo, era un joven plantado y aventurero, por lo cual no era del agrado de las niñas. Solo Emil le tenía aprecio, porque solía contarle falsos mitos sobre Murintong y su gente que podía nadar en El Lago de La Rosa.

Pero La Reina estaba complacida; un varón más, nunca estaba demás entre los muros de su castillo, sobre todo por su pequeño niño. Todo lo que habían eran cortesanas, princesas y madre para Emil, su único ejemplo fue su padre, y ya que estaba ausente, parecía "ablandarse" con el pasar del tiempo.

Aquella tarde de cálida primavera, Emil y George se la pasaron discutiendo y peleando con Lucy, Margaret y Sara por el control de la habitación, la continuidad de los relatos y los mejores personajes que La Reina había inventado ese año. Ellas no querían que el pupilo, quien también era príncipe, escuchara la historia de esa noche, y para colmos del asunto, pretendían expulsar al más pequeño del "selecto" grupo.

Megara y Menelao intervinieron varias veces, para evitar que se lanzaran los cubiertos a la hora de la cena, pero fue La Reina quien con severidad les exigió el comportamiento adecuado para la hora de la comida.

Cuando cayó la noche, los cuatro príncipes estaban en la habitación aguardando por su madre, pero George decidió esperar en el pasillo, ya que sus primas habían tomado el control de las camas, los juguetes y los entremeses.

Cuando La Reina llegó, saludó a sus hijos con gesto afable; se puso cómoda, arregló la falda de su vestido y bebió un sorbo de hidromiel. Entonces vio al pequeño espiando por el filo de la puerta.

—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó en calma.

—Esperamos por ti, madre —dijo Sara con ese liderazgo característico en su padre.

—George, cariño. Ven a sentarte con nosotros.

Pero las princesas hicieron pucheros de molestia, y se cruzaron de brazos como si les hubieran hecho la más grande de las ofensas. Emil celebró.

—Disculpe, mi Reina. Es que los príncipes me han pedido ausencia durante estas prudentes horas.

—¡Mentira, madre! —corrigió Emil para ayudarlo—. Fueron mis hermanas las que le prohibieron estar aquí durante la hora de dormir. Incluso le dijeron que si entraba, entonces yo no podría estar.

La Reina sonreiría ante la inocencia de su hijo, pero se resistió, pues el rechazo entre los pequeños no era bueno para sus enseñanzas. Y les lanzó una mirada seria a sus tres hembras.

—¿Niñas..? —pidió explicación.

—Madre... —dudó Lucy—. Es que es demasiado parlanchín... y gordo.

—Y se comerá toda la comida —sostuvo Margaret.

—Y no puede dormir con nosotras, que falta de respeto —concluyó Sara con ínfulas.

«Ahora veo que fue ella la de la idea —pensó La Reina ahora molesta con sus hijas, a veces la sinceridad de los niños era tan fiel a la inocencia que no se daban cuenta de que lastimaban a personas de carne y hueso—. Debo resolver este asunto pronto...»

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora