21: El Rey Envidioso

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Aquella noche, cuando La Reina se adentró en la habitación de sus hijos, se encontró con una sorpresiva escena; las hembras estaban dormidas. Solo el pequeño Emil la esperaba al pie de la chimenea, con las muñecas de sus hermanas y el títere que su madre le había obsequiado noches atrás.

La mujer soltó una sonrisa sorprendida y pensó quizás que sus pequeñas estaban demasiado agotadas por los juegos del día. Megara y Menelao habían sacado provecho de los cuentos que La Reina relataba, para inventar juegos y métodos de entretenimiento durante sus horas de trabajo.

Le dio gusto saber que sus niños volvían poco a poco a la rutina, así que respiró profundo y se sentó al lado de su prodigio varón.

—¿Ocurre algo, hijo mío? —La Reina notó que su pequeño estaba ojeroso, agotado y con los ojos rojos del sueño.

—Quiero escuchar la historia, madre.

Ella sonrió complacida y volvió a ponerse de pie para rescatar una copa de hidromiel en la mesa de noche. Luego volvió a sentarse.

—Podría contarte todas las que quieras, pero no sería justo puesto que ahora tus hermanas duermen.

—Madre, pero Margaret y Sara disfrutaron por completo de los relatos de Shadowheart —Emil sonaba envidioso—. Quiero que mi doncella favorita haga cosas igual de sorprendentes.

La Reina apretó los labios con presunción, y trató de escudriñar ligeramente a su hijo. Sabía que no era nada buena la envidia, pues conocía una historia sobre ella.

—Las hazañas emocionales muchas veces tienen más mérito que las físicas —dijo—. Voy a contarte una historia esta noche, pero a cambio quiero que mañana a primera hora le cuentes a tus hermanas... Y si quieres, podrías agregarle ciertos detalles.

—¡Gracias, madre! —exclamó Emil y se lanzó sobre ella para abrazarla con fervor.

La Reina rió en voz baja y pidió silencio, recordándole que sus hermanas ya estaban dormidas. Entonces se puso cómoda, bebió un sorbo de hidromiel y dijo:

"He llegado a saber, ¡Oh hijo mío! Sobre un joven que lo tuvo todo. Que fue hijo, príncipe y Rey; y cuya valentía no pudo ser opacada ni por la más oscura de las luces. Un joven de belleza inigualable, de astucia impredecible y de voz respetable.

Tuvo un reino, el amor del pueblo y las bendiciones de los Dioses. Disfrutó de los mejores profesores, los mejores consejeros y las más grandes fiestas que se hayan podido hacer en su nombre. Solo una cosa dejó de tener, y era por ella que envidiaba tanto al Príncipe Egoísta, pues la magia nunca tocó su puerta, y su sueño siempre fue ser un poderoso hechicero.

El Rey Arturo era, junto a David, uno de los Reyes más jóvenes de todo el continente. Sus tierras comprendían Goldville y aquellas minas que tantos prodigios le habían permitido. Era un muchacho rubio, de ojos verdes y sonrisa pequeña. Siempre iba con trajes y armaduras doradas, la piel pulcra y un gesto amable.

Tenía la misma edad que Nathanielle Lang, y de hecho, el Rey Midas había sido como su padre, cuando los suyos murieron por culpa de un gigante. Pero desde niño, El Rey Envidioso había desarrollado una enorme y corrosiva rivalidad con El Príncipe Egoísta, solo porque uno poseía la magia que el otro tanto anhelaba.

Merlín fue testigo de eso y se apartó, Ernie fue testigo de eso y se apartó, la gente también fue testigo de todo aquello y se apartaron. Arturo era devorado diariamente por la sed de superación, quería ser mejor que Nathanielle; mucho más querido y más respetado. Pero para ello requería solo de una cosa; magia.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora