34: La Reina Blanca

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Aquella noche resultaría larga. Las cortesanas llevaban panecillos, jugos, licores y agua, al Salón de Té del castillo. Había algunas lámparas de aceite, la chimenea encendida en su máximo esplendor, y un aire a sales naturales delicioso.

Megara y Menelao habían cubierto todas las responsabilidades con absoluta determinación; las frutas, los entremeses, los juguetes, almohadones y sábanas para los príncipes. Acondicionaron el suelo con pieles para evitar frío, cerraron las ventanas, desplegaron las cortinas y clausuraron el balcón que daba a los jardines.

Había también algunas servidumbres con toallas, ropas y demás cosméticos, en caso de que La Reina decidiera asearse. Esa noche, ella y sus hijos harían una pijamada, ya que la historia de la noche anterior, había encantado a los pequeños. Sara, Lucy, Margaret y Emil fueron complacidos con todas las golosinas que pidieron, solo para que se mantuvieran activos, hasta horas de la madrugada.

La mujer había pedido silencio absoluto mientras sus horas de sueño, había leído unos cuantos pasajes de los libros de su esposo, y había preparado su intelecto para contar el más curioso y extenso de los relatos.

Sus hijos estaban emocionados; con ropa de dormir y jugando a los cojines, en la habitación. La Reina llegó igual de impoluta que siempre; con un vestido esplendido, un tocado elegante y actitud imponente. Era hermosa, voluptuosa y bastante carismática.

Los niños la recibieron entre abrazos, y los trabajadores comprendieron que debían marcharse antes que comenzara el relato. La mujer les pidió máximo respeto de allí en adelante, silencio prudente y atención solo cuando ella misma lo demandara. Del resto, podían dejarlos solos.

Cuando se hubo en compañía de sus hijos; se sirvió una copa de hidromiel y caminó hacia el diván para tomar asiento. Subió los pies para dejar que sus cuatro niños invadieran las telas, y arregló la falda de su vestido poniéndose cómoda.

—¿Cómo se preparan para esta noche?

Pero La Reina no pudo escuchar media palabra, los niños hicieron una algarabía entre la que reprochaban la zozobra de todo un día, preguntaban sobre sus Elegidas favoritas y exigían una explicación coherente al humo verde que según Nathanielle, era una maldición.

Ella sonrió levemente, pidió silencio con un gesto de sus manos y bebió un sorbo de su licor favorito. Entonces dijo:

"He llegado a saber, ¡Oh hijos míos! Sobre cierto humo que lo cambió todo. Era más bien una niebla; tan espesa, oscura y mágica como una tormenta durante la noche. Era viento, fuego, tinieblas y sombras en un solo maleficio; una muestra de que hasta los más fuertes eran nada contra la magia.

Aurora tenía frío, tanto como para tiritar y hacer chocar sus dientes uno contra otro. Se abrazaba los brazos como tratando de sobrevivir, pero su piel estaba erizada, sus labios rotos y el cabello con nieve acristalada. Podía escuchar el choque de espadas al fondo, y más allá, los gritos de la gente ante La Guerra de Los Gemelos.

Caminaba entre pinos enormes y curiosos, pero estaba tan oscuro, que apenas y podía verse los pies. Algunos búhos ulularon sobre su cabeza y ella cerró los ojos para tratar de calmarse. Se estaba desesperando, y una corazonada le decía que corría peligro. Pero no tenía espada, estaba sola y aún no daba con la salida.

«¿Qué me está pasando? —se preguntó. Entonces el Anillo de Nibelungo refulgió en un brillo carmesí y verde. Blancanieves se lo había prestado antes de atacar Cursepalace, pero con la nube de humo, no se lo había devuelto—. ¿Dónde estoy? ¿Qué habrá sido de las demás? ¿Habremos ganado?»

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora