42: Rumplestiltskin

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Fue una noche dura para aquella hermosa Reina, pues otra de las cartas de su amado había llegado. Esta vez fueron noticias devastadoras; tan destructivas como un desastre natural. El hermano del Rey había muerto, y su dolor, su pena, y su tristeza, los reflejaba con cada palabra escrita:

¡Oh Reina mía! ¿Cómo escribir semejantes letras si apenas y soporto tanta tortura? Sé que tú y mis hijos me extrañan como nunca antes, pero he de decirte que aún no estaré allí. Mi hermano, ¡Sangre de mi sangre! Ha muerto de la agonía. Aquel punzón de la lanza lo terminó matando de gangrena, y sus carnes, sus huesos y hasta sus vísceras, terminaron podridas.

Fue doloroso ver como moría, como gritaba mi nombre y como me suplicaba responder por sus tierras, que cuidara de sus hijos, de su esposa y hasta de sus amantes, ¿Cómo podría dejarle ahora? Si me hizo jurarle solemnemente que estaría allí; con sus hijos, con su esposa, y con sus amantes.

¿Cómo decirle a sangre de mi sangre que no puedo cumplirle, que tengo una familia y que sé que me necesitan tanto como él a mí? ¿Cómo puedo? ¡Oh Reina mía! ¿Cómo puedo abandonarle? ¿Cómo puedo abandonarlos? ¿Cómo puedo abandonarte a ti, que tantas alegrías me has dado?

Eres mía y yo tuyo. Te amo, no importa nada de lo que diga o haga de aquí en adelante... Amo a mis hijos, y hoy vuelvo a prometer que pronto estaré con ustedes, porque son mi familia, al igual que mi difunto hermano, pero ustedes viven y él está en los templos junto a los Dioses.

Los ama, El Rey

La reina soltó un par de lágrimas de sus ojos, los cerró con fuerza e imaginó el rostro de su amado. Se estremeció al sentir la muerte de su cuñado, y la pena y la tristeza de su esposo, le escarapelaron la piel como el rasguño del más vil demonio.

No la estaba pasando bien, pero estuvo quieta al recordar que había cuatro hermosos motivos por los cuales mantenerse de pie. Esos niños que tantas alegrías habían provocado en aquel oscuro castillo; Sara, Lucy, Margaret y Emil, lo eran todo para Los Reyes, y no merecía la pena que se dieran cuenta de los problemas de sus padres.

Contuvo el aliento, y esa noche bebió tanto vino como en sus años mozos; de a bidones, en un vaso de peltre y tarareando canciones que recordaba en cierta taberna ya inexistente. Pensó en esas personas que se habían ido a lo largo de su vida; su hermano, su abuela y su madre. Aquel cuentista que le enseñó los relatos orales, un gran amigo de la infancia, y cientos y cientos de inocentes de una guerra que vivió.

«Perderlos solo nos hacen vivir dos experiencias —se dijo mientras bebía e imaginaba todo—. O nos hacemos más fuertes, o morimos con ellos desde el momento en el que los vemos en sus tumbas.»

Se levantó y salió del Salón de Té. Tambaleó un poco y respiró profundo antes de abordar la habitación de sus hijos.

Allí estaban ellos, tan rozagantes y felices como de costumbre. Y la madre sintió pesar al darles la noticia, pues los había sumergido en la misma depresión con la que habían asumido la partida de su padre.

«Es como volver a empezar», pensó La Reina para sus adentros, y preparaba otro relato con intenciones de que pudieran comprender la partida de los seres amados.

Se recostó sobre la cama, arregló la falda de su vestido y se puso cómoda. Entonces dijo:

"He llegado a saber, ¡Oh hijos míos! Sobre cierto pacto que lo cambió todo, aquel que vino con la magia y ese con el que muchos corazones fueron agujerados. Porque la vida es vida solo cuando se nace, pero no deja de serla cuando se vive en otro. Porque una madre haría lo que fuera necesario por sus niños, pero un padre daría cuanto estuviera a su alcance por ganarse el cariño.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora