Epílogo

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Era un rey apuesto, el más justo de su generación y de igual medida en mandato que los primeros hombres del Gran Reino. Su piel era mestiza y sus cabellos negros como la noche que arropó el castillo ese día. Imponente, elegante y bondadoso al mismo tiempo, sus ojos reflejaban el fulgor de la experiencia y la nobleza de su voluntad.

Y es que LoudRia jamás había tenido todo en un solo hombre; entendimiento, reflexión y madurez en un solo cuerpo. Su voz era conocimiento y su corazón un profundo manojo hecho cambio, ¿Quién habría de suponer que el hombre más pacífico del mundo hubiera sido atravesado por las estacas de la oscuridad?

Nada le faltaba, pues su hermosa reina se lo había dado todo, y lo había hecho cambiar también. Ella le dio amor, fuerza, respeto y su inagotable bondad. Esperó a estar allí desde que abandonó el castillo, y se dio golpes de pecho tan dolorosos, que soñaba con su familia todos los días que estuvo lejos de ella.

Él se había marchado para visitar a su hermano; como cada año lo hacía, pero en esa oportunidad iba sin su familia, pues sabía que el destino cobraba una deuda antigua y pasajera. Y cambió los carromatos por armas, los regalos por armaduras y a sus hijos por caballeros.

Había un conflicto entre ellos, que más bien era un conflicto en conjunto, y su esposa lo entendía, pero sus pequeños nunca comprendieron tan misteriosa decisión.

Estuvo impaciente el tiempo que esperó, pero supuso que quizás los niños seguían despiertos. Perdió su vista en los horizontes de su continente, y los árboles, las montañas y las nubes de un pronto amanecer, le hicieron recordar sus días de júbilo y perdición.

«Debe estar preparándose —se dijo interno—. Mi esposa nunca ha permitido que la viera en fachas menores.»

El viento sopló fuerte, y su silbido le hizo estremecer hasta los huesos. Pero sonrió al recordar el rostro de su esposa, y más aún las caras felices de sus cuatro pequeños e inocentes hijos.

«Esa esposa mía. Nunca entenderá que mi amor por ella depende de su naturalidad, tanto como mi legado depende de su vientre —pensó—. Y es que siempre hay uno que se entrega más a la aventura del amor... Creo ser yo quien se ha entregado a ella por completo. La amo con todas mis fuerzas, y amo mucho más a los niños que me ha regalado...»

Entonces El Rey recordó ligeramente a cierta criatura; un hombre también mujer, pero que tampoco era ninguno de los dos. Raquítico, de ojos amarillos y cuencas purpúreas. Con rasgos afeminados, lampiño de cuerpo y cuya piel poseía unas cuantas perforaciones para sepultar sus huesos en prendas de bronce sucio.

«¿Quién lo diría? Ese Oráculo tuvo razón en todo. Y aún hoy la tiene, pues también me ha dicho lo que sucederá de aquí en adelante.»

Las puertas de los balcones se desplegaron y un consejero viejo y barbudo apareció.

—Majestad, La Reina ha acudido a su llamado.

El Rey pidió audiencia y privacidad. Entonces su esposa se presentó ante sus ojos.

Estaba más madura que la última vez, pero a sus ojos seguía siendo hermosa; de inigualable elegancia y llevando el amarillo hasta en los últimos hilos de sus flamantes vestidos.

Ambos se miraron como la primera vez, y sonrieron incluso como aquella primera vez; cuando ella lo salvó a él, atendió sus heridas y le reprochó entre protestas que se había enamorado perdidamente.

Suspiraron felices, estuvieron quietos y trataron de comprobar que no se trataba de un sueño; de esos que ambos habían vivido y que noche a noche les provocaba llantos tras extrañarse mutuamente.

—Nathanielle... —dijo ella.

—¿Oshen? —dudó él.

Entonces La Reina corrió ansiosa, se abrazó a su cuello y le dio un beso en los labios; tan profundo, cálido y apasionado, que hasta la naturaleza sintió los fulgores del inquebrantable amor.

Los vientos se agitaron, los pájaros cantaron y las hierbas se mecieron. Una estela sublime salió de tan hermoso encuentro, y el Amor Verdadero lanzó centellas y chispas tan coloridas como el arcoiris que pretendía adornar el cielo.

Al fondo, la mujer que estuvo observando a La Reina durante la noche, sonrió de felicidad, y su vestido blanco se ondeó ante las brisas de una mañana que comenzaba a aclararse. Sus rizos oscuros fueron igualmente agitados, y esta entrelazó las manos para llorar ante el mágico final.

Era la musa de La Reina, y aquella a la que El Rey llamaba Clarice. La que había inspirado fantasías y realidades en sus historias, y una de las primeras criaturas que vio la luz oscura transformada en una aureola de luz enteramente blanca.

Entonces el príncipe no fue más egoísta, y para el final de su vida, el amor de cierta bruja lo hizo cambiar. Oshen lo trajo de la muerte, le regaló su devoción, y hasta tuvo los hijos que él siempre deseó. Pero esa, era otra historia.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora