6.Aullidos

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Las últimas semanas habían pasado lentamente y cada día parecía el mismo desde mi vuelta a España.
En cuanto dejé de llorar aquel día en la mansión, nos dirigimos al recibidor donde se encontraba Nana con todas las maletas ya listas. Nos fuimos sin despedirnos.
Todos los días hacía el mismo recorrido hacia el bosque, donde solía ir con Bastian. A veces cogía flores. Otras veces observaba las nubes o escuchaba el sonido de los animales que susurraban desde sus escondites.
Pero la mayoría de veces lloraba.
Lloraba desconsoladamente abrazando las últimas palabras de Bastian. Lloraba sin descanso pensando en aquel hombre que me había dejado. Lloraba por todos los recuerdos esparcidos por ese bosque como juguetes rotos. Lloraba porque lo recordaba, siempre lo recordaré.
Esa mañana el sol calentaba mi piel, que estaba tomando un color dorado. Había dejado el libro de Bastian a mi lado sobre la hierba. Pensaba que aquella vez sería capaz de leer uno de sus relatos, pero no pude, no pude, como cada día que lo había intentado desde su muerte. Siempre comenzaba el relato animada, pero me topaba con sus palabras, con sus pensamientos. Me chocaba contra un muro de piedra cada vez que imaginaba su voz, después no podía evitar que su acento conquistara todas las sílabas, no podía evitarlo, pero lo peor, era cuando oía como me susurraba mon cheri.
Eso me desgarraba el alma.
Eso me rompía en mil pedazos. En mil pedazos que nunca volverían a su lugar.
Lloré deshecha en el suelo, acunándome tristemente sobre las flores que ya estaban cansadas de mecerme. Cuando mis sollozos se calmaron escuché un lamento.
Un murmullo lastimero, alguien herido, me levanté rápidamente.
Se escuchaba claramente un quejido agudo entre los árboles que estaban al otro lado del claro. Algo me decía que no fuera, sin embargo, mis piernas curiosas se comenzaron a acercar con sigilo. El quejido se escuchaba cada vez más cerca.
Rocé las flores con los dedos de los pies. El murmullo estaba muy cerca, pero no veía nada. Nada. Menos un arbusto con espinas. Entonces vi cómo algo se agitaba.
Ahí estaba.
Corrí hacia el arbusto decidida a ayudar a lo que fuera que estuviera haciendo ese ruido. Pero no estaba preparada para encontrar lo que vi, era un lobezno. Con el pelo blanco como la luna, pero lo que de verdad me llamó la atención fueron sus ojos, dorados, del mismo dorado que los míos. El pobre animal estaba cubierto de barro y se había clavado varias espinas. No podía dejarlo así.
Cuando me acerqué, se echó hacia atrás con miedo, clavándose más las espinas.
—Shhh, shhh. Vengo a ayudarte. 

Acaricié su hocico. El lobezno se calmó y me miró con ojos tristes.
—No te preocupes te voy a sacar de aquí.
Liberé cuidadosamente al cachorro intentando no hacerle daño y arrancando con cariño las espinas. Gracias a que Bastian me había enseñado cómo hacerlo.
—Muy bien, buen chico, ya está.
Rasgué un trozo de mi camiseta para cubrir algunos rasguños y evitar que se infectaran, después de haberlos limpiado con agua.
—Ahora estás mucho mejor—murmuré mientras le daba un poco de comida que había traído.  Le observé comer y beber con ansia. Estaba hambriento.
Miré su cuerpo, las costillas se le marcaban levemente bajo el pelaje.
No podía dejarlo así, pero ese era su sitio, con suerte su madre lo encontraría en unas horas, quizá días.
—Bueno, pequeño, me tengo que ir—dije recogiendo todo y emprendiendo mi camino hacia la mansión que se erguía a lo lejos.
Noté que algo me seguía, me di la vuelta y ahí estaba el cachorro correteando hacia mí.
—No, chico, no puedes venirte conmigo—murmuré mirándolo seriamente—. Este es tu sitio, y el mío ese—señalé el tejado de la mansión de mi padre.
El cachorro me miró inclinando la cabeza hacia un lado, confundido, mientras se sentaba en el camino de tierra.
—Eso es, quédate aquí.
Seguí mi camino pero al rato, escuché algo correteando detrás de mí que comenzó a ladrar alegremente. Cuando me di cuenta el lobezno ya estaba a mi lado, moviendo la cola.
—Ya te he dicho que no te puedes venir—exclamé parándome en seco—. Si papá te viera te volvería a traer aquí, no puedo tener un lobo. El bosque es vuestra casa, no una mansión. Te lo puedo asegurar, no te va a gustar nada, a mí tampoco me gusta—negué con la cabeza.
Mientras que hablaba, el pequeño animal, se tumbó boca arriba como si quisiera que le rascara la barriga.
Entonces aproveché el momento para correr entre los árboles y despistarlo.
Escuché cómo el animal corría y empezaba a aullar detrás de mí. Después solo escuchaba sollozos entre los árboles. Mis sollozos se enlazaban con los del animal como si fueran una triste canción.
No podía dejarlo allí.
Era un cachorro que se había quedado solo, posiblemente se hubiera perdido o su madre hubiera muerto. Quién sabía. No podía dejarlo allí solo cómo habían hecho conmigo.
Volví sobre mis pasos y seguí el sonido del llanto, hasta que me encontré a una pequeña bola de pelo blanca tumbada en un lecho de hojas.
—¡Hey!—grité.
El animal levantó la cabeza y me miró, se levantó de golpe y corrió hacia mí.
—Lo siento, chico—murmuré mientras abrazaba al cachorro con cuidado—. Te prometo que no volveré a dejarte solo. Nunca.
El lobezno me miró con sus ojos dorados y cómo si tuviéramos una clase de conexión noté que quería que le enseñara la palma de mi mano. Puse mi mano en frente de su hocico y el animal miró seriamente mi palma, y con una ligera inclinación de cabeza apretó su coronilla contra ella.
Una extraña sensación inundó mi cuerpo.
Y como si hubiera sido un sueño, cogí al cachorro rápidamente y lo metí en mi gran cesta bajo la manta que traía para tumbarme. Estaba lista. Entonces me dirigí a la mansión con un cachorro de lobo blanco asomando la cabeza por la cesta.

Cuando entré por la puerta trasera de la mansión, la que utilizaban los sirvientes para ir a la cocina desde fuera, me di cuenta de que no había sido buena idea. El olor del pan recién hecho, de las especias y todo aquel ruido que hacían los elfos, hizo que el cachorro se despertara.
Empezó a moverse violentamente en la cesta intentando salir para jugar y de paso probar aquel delicioso manjar que se estaba preparando en el horno. Los elfos domésticos se giraron hacia mí para saludarme y ofrecerme comida, aunque ellos estaban haciendo sus tareas.
—Ama Claire, ¿quiere que le prepare una tarta?—preguntó un duende de grandes orejas con voz chillona, mientras cortaba verdura.
—No, no te preocupes, estoy llena, pero muchas gracias—murmuré mientras intentaba escabullirme entre los elfos.
Ama, ama, ama, oía por todas partes y yo sonreía y daba las gracias mientras que sujetaba firmemente la cesta que cada vez se movía más. Cuando llegué al pomo de hierro, abrí la puerta y salí lo más rápido que pude, cerrando con un golpe la puerta de madera anaranjada.
Abrí la cesta un poco y asomé la cabeza. El cachorro me miró con ojos felices y ladró levemente moviendo la cola.
—Shh—me llevé un dedo a los labios—. Tienes que estar callado.
Cómo si me hubiera entendido el animal cerró la boca y metió la cabeza dentro de la cesta.
—Muy bien—susurré mirándolo con ternura—. Te sacaré de aquí en un momento.
Y diciendo esto me dirigí a las escaleras de mármol que subían hacia las habitaciones.
Subí las escaleras de dos en dos, pero cuando estaba ya llegando al final, una voz me retuvo.
—Pero, bueno, esos modales señorita, te parecerá bonito no saludar a tu tía Hortensia—exclamó una voz chillona desde detrás.
"No puede ser."
Me giré hacia el gran cuadro que había unos peldaños por debajo, formando una gran sonrisa.
—Buenos días, tía Hortensia—saludé agachando la cabeza—. Perdón por no saludar pero tengo prisa...
La mujer pintada en el cuadro me miró con curiosidad, mientras pasaba sus manos regordetas por su gran vestido rosa y se tocaba los tirabuzones castaños indignada.
—No saludar es lo más maleducado que se puede hacer, señorita—me regañó—.¿Qué es eso que llevas ahí?—preguntó mirando la cesta con una ceja levantada.
Quería darme con la palma de la mano en la frente, repetidamente. Esto no podía estar pasando.
—Nada, tía... Solo un libro, comida y unas mantas...
Lo vi en la mirada de mi tía, bueno, que en realidad era la hermana de mi tatarabuelo, pero todos la llamábamos tía, que había cometido un error. Comida. Mi tía siempre estaba lamentándose porque nadie le traía un trozo de tarta, unas galletas o algo, ella adoraba comer...pero no le entraba en la cabeza que ahora era un cuadro y hacíamos cómo que se nos olvidaba traerle la comida que nos pedía.
— ¿Comida?¿Tienes algo de tarta o galletitas? Daría lo que fuera por unas galletitas, por favor dime que tienes galletitas...—pidió ansiosa.
—Lo siento, tía pero...
—¡NO ME MIENTAS! ¿¡Creéis que no se que estáis con mi marido en ese plan de ponerme a dieta!? Por mi salud dice el viejo cascarrabias...
Los gritos asustaron al cachorro y este empezó a moverse, intentando escapar. 
—¿Qué es eso que se mueve en tu cesta?—preguntó asustada.
—Na-nada...no te preocupes... Será el libro es que es un poco inquieto.
Debido a los gritos de mi tía los demás cuadros de mis antepasados empezaron a hablar.
Mi bisabuelo comenzó a hablar mientras su gran bigote se movía y me saludó levantando su bombín.
—¿Qué tal estás, querida?—preguntó.
—Muy bien...
El resto de los cuadros empezaron a hablar a la vez y a mirarme con sus ojos dorados como los míos.
—¿Qué es eso de la cesta?
—¡Cuánto has crecido!
—¿Has recibido ya tu carta?
—¡Tu cesta se mueve!
Y con todo ese jaleo el lobezno empezó a revolverse más entre las mantas. Cuando creía que no podía ser peor, comenzó a ladrar. Entonces los cuadros gritaron y el animal todavía más inquieto por los gritos, consiguió salir asustado.
—UN LOBO—gritaron todos asustados.
—Roger, cógeme—gritó mi tía desde su cuadro desapareciendo.
—Un lobo en la mansión—murmuraban.
Gritos, murmullos.
Pero todos la misma palabra.
Un lobo.
Y desde lo alto, el cuadro más antiguo, aquel que siempre mostraba a un hombre con unos ojos tristes pero decididos, habló.
—No es un lobo, es una loba.
Y con aquella voz grave y poderosa, todos los cuadros callaron.
El primer Alma habló.
Mi "tatarabuelo" Francisco Alma había hablado.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora