17. Daniel

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Había pasado algo más de un mes desde el fin de las clases y ya estaba deseando volver para ver a Charlotte y a Emma, con quienes había estado en contacto gracias a Regiah. El verano estaba terminando, había sido un verano tranquilo y caluroso, mi madre estaba fuera de Francia, por lo que había pasado todas las vacaciones lejos de mi abuela en España junto a mi padre, Yara, Regiah y las inesperadas visitas de mi tía.
Aquel día me dirigía al bosque con Yara y con Regiah como solíamos hacer cada mañana. Yara y yo jugábamos por el camino mientras Regiah volaba sobre nosotras, sin embargo, cuando llegábamos hacia el claro algo parecía fuera de lo normal. Yara dejó de correr a mi alrededor y levantó las orejas alerta.
No estábamos solas.
Me acerqué con cuidado a un matorral cercano, me agaché y separé las hojas con mis manos intentando ver al intruso a través de ellas. El claro parecía estar vacío, no había nada fuera de lo normal, la hierba estaba del mismo color verde de siempre y las pequeñas flores que lo adornaban también. Entonces percibí un movimiento bajo la sombra de un árbol.
Allí estaba. Un niño.
El chico se encontraba apoyado en las raíces del árbol y miraba ausente a una pequeña flor que tenía entre los dedos. Tendría más o menos mi edad, era rubio, de un rubio ceniza, y su piel era pálida. Llevaba un polo de rayas horizontales grises oscuras y blancas y unos pantalones cortos.
Era la primera vez que lo veía allí.
Más bien era la primera vez que veía a alguien allí.
—Quédate aquí—susurré girándome hacia Yara—. Creo que es un muggle.
La loba asintió.
Me levanté y me dirigí a donde estaba el chico. Cuando estaba más cerca pareció salir de su ensimismamiento y levantó la cabeza, una expresión sorprendida cruzó su rostro, pero rápidamente fue sustituida por una sonrisa.
—¡Hola! No sabía que hubiera más gente viviendo por aquí—rió el chico saludándome con un gesto rápido.
Perfecto, no me había reconocido, era un muggle.
—Sinceramente yo tampoco lo sabía—respondí riéndome—. Por cierto, me llamo Claire.
—Yo soy Daniel—el chico miró con los ojos entrecerrados—.Tienes un nombre curioso, ¿eres de fuera?
Comenzábamos.
—No, no, soy de aquí, pero soy medio francesa— respondí con una pequeña sonrisa—.¿Tú vives por aquí?
—No, ya sabes, las típicas vacaciones familiares a las que no quieres ir—puso los ojos en blanco y negó con la cabeza como acordándose de algo—.Estaremos unas semanas hasta que empiecen las clases. Estoy en una casa que está en el otro lado del bosque—dijo señalando la dirección contraria a mi casa.—¿Tú también estás aquí obligada?
Lo miré extrañada, no podía creer que alguien odiara aquel lugar que yo tanto amaba.
—No, que va, mi familia vive aquí desde siempre, este bosque se ha convertido casi en mi jardín—bromeé.
El chico silbó impresionado.
—Pues bonito jardín, lo siento por colarme, Claire—respondió mirándome con una sonrisa preciosa.
Me fijé en sus ojos por primera vez.
Eran increíbles, eran de un color gris oscuro como las rayas de su polo, pero tenían pequeñas manchas de un gris más claro.
Me recordaron a un cielo antes de la tormenta.
Tras ese pequeño instante embobada sonreí, esperaba que no se hubiera dado cuenta.
—No importa, siempre es buena la compañía—le enseñé mi cesta—.¿Compartimos?
Daniel asintió con ganas.
—Por favor, tengo un hambre que me muero.
Sonreí.
El chico y yo pasamos la mañana hablando y riendo, él me contó que era un año mayor que yo, me habló de su ciudad, Madrid, de sus amigos, de su hermana pequeña Serena, también me habló de sus padres que eran personas con mucho dinero y resultaban ser muy serios y estrictos. Cuando hablaba de sus padres su mirada se oscurecía con pesar.
Yo le conté lo que pude, le di verdades a medias, le conté que tenía dos mascotas, un perro y un periquito, me pareció gracioso imaginarme a Yara y a Regiah de esa manera, le conté que iba a un internado en Inglaterra a lo que el respondió que también iba a un internado, pero en España.
Resultó que teníamos bastantes cosas en común.
Éramos dos personas que nos encontrábamos en realidades opuestas, pero pensábamos igual.
Poco a poco Daniel y yo nos volvimos más amigos, cada día quedábamos en el mismo sitio para comer juntos y hablar.
Adoraba a Daniel, me lo pasaba muy bien con él, me hacía reír como nadie.
Era divertido, espontáneo, amable, aventurero, pero también era cariñoso, atento y algo nostálgico en ocasiones. Cuando llegaba al claro, él ya estaba allí, muchas veces lo observaba un rato antes de saludarlo, siempre lo encontraba mirando al vacío, triste, perdido en sus pensamientos. Algo le sucedía.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora