48. París

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Llegamos a Paris pocas horas después. El dorado del amanecer relucía contra las aguas grises del Sena, y todos aquellos edificios blancos y grises tomaban un color anaranjado. La hierba de los campos Elíseos estaba más verde de lo que recordaba, y cientos de palomas surcaban los cielos, aleteando entre las nubes rosadas.
Amaba París, mi sangre francesa me impulsaba a ello. Todo el arte y elegancia que desprendía la capital me dejaban sin respiración. Sus estatuas de mármol en medio de la nada, todos esos edificios iguales y a la vez tan distintos, ese gris tan característico de sus calles. No era como la neblina y la oscuridad londinense, era un gris bello, casi brillante, como una perla. París tenía algo diferente, algo que no me daba otro lugar.
Después de todo había sido la ciudad de Bastian.

Bajamos del carruaje y para mi sorpresa una loba blanca bajó en un respiro la escalinata de mármol.
Yara.
Abrí la jaula de Regiah para que pudiera desplegar las alas y corrí a abrazarla. Cuando noté el pelo blanco bajo mis manos por fin me sentí completa. Había encontrado lo que me faltaba. Apoyé mi frente sobre la suya.
—No sabes cuanto te he echado de menos—susurré cerrando los ojos con alivio.
Una alegría repentina estalló en mi interior. Ella también me había echado de menos.
—Isabelle—saludó una voz imperiosa a lo lejos.
Una voz que solo había escuchado en mis peores pesadillas.
Alcé la vista. Ahí estaba, Dionis Castille, mi abuela, erguida en lo alto de la escalinata, ante su gigantesca mansión.
Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo, cuando recordé la razón por la que odiaba tanto aquel lugar a pesar de su belleza. Me recordaba que en las venas tenía sangre del mismísimo diablo.

Apartaba la comida de mi plato con el tenedor de plata mientras tintineaban los vasos. Los Niebla se quedarían en la mansión Castille hasta la inauguración y esa era nuestra primera cena juntos.
Daniel me miró preocupado.
No has comido nada—susurró.
No respondí, no quería levantar la cabeza de aquel plato y ver la esquina donde normalmente se ponía Bastian. No quería ver el papel de las paredes donde hacían casi dos años se había estrellado la copa de mi abuela. No quería estar allí, en la tumba de mi amigo. De mi familia.
Y menos quería alzar la mirada y encontrar a mi abuela.
—Claire, ¿alguna vez has ido a la ópera?—preguntó en francés Nélida Niebla con una sonrisa forzada.
Negué con la cabeza.
—No, nunca he ido a una, pero porque no me interesan mucho esos espectáculos.
—¿Prefieres el vals férico?—me miró con interés.
Miré a la señora Niebla. No entendía porque tenía que gustarme el vals férico, ni la ópera, ni ir a comprar zapatos de cristal. No entendía porque en este mundo no cabía lo diferente. No entendía porqué estaba mal que a mí me gustara el Quidditch y a Daniel le gustara comprar ropa de los colores más vistosos. No entendía porque estaba mejor fingir que ser uno mismo.
—Claire prefiere dibujar para entretenerse, madre—respondió Daniel—. Es muy buena.
Nélida sonrió complacida y mi madre mostró una fingida sonrisa de orgullo.
—Oh, eso es estupendo. Yo siempre he querido dibujar pero soy pésima.
Sonreí levemente.
—¿Qué pasa, Isabelle? Estás muy callada para lo que eres tú—dijo una voz anciana a la cabecera de la mesa.
Mi espalda se tensó y mi mandíbula se apretó.
"A la mínima mandas a Regiah y me aparezco de inmediato. No voy a dejar que esa bruja te haga nada, Claire. No permitas que haga contigo lo que quiera."
Recordé las palabras de la carta de mi padre que había encontrado en mi cuarto.
—Estoy cansada, nada más.
—No me extraña. Yo también estaría cansada de estar todo el día rodeada de sangre sucias—respondió duramente.
Solo Aeneas Niebla rió ante la ocurrencia de mi abuela. El silencio dominó la sala.
Daniel me miró y tocó mi pierna bajo la mesa al ver como mis nudillos se ponían de color blanco por la presión que ejercía sobre el tenedor.
—¿Crees que no me iba a enterar?—tomó un sorbo de vino—. O peor, ¿qué no iba a decirte nada?
Mis palabras salieron de mi boca antes de que pudiera frenarlas.
—Usted perdió el derecho a decirme nada hace dos años en esta misma mesa.
Miré a mi abuela por primera vez en toda la noche. Llevaba un vestido verde oscuro de encaje y unos grandes pendientes con esmeraldas a juego. Su cabello estaba recogido en su acostumbrado moño plateado y sus ojos azules como el hielo me abrasaban.
Sostuve su mirada. Ya no era una niña asustada.
La boca de Nélida se abrió levemente y Aeneas tapó la curva de su sonrisa con la servilleta de tela.
—Claire, será mejor que subas a descansar—dijo mi madre firmemente.
—Sí, de todas formas iba a subir ya—aparté mi servilleta furiosa mientras el señor Besta apartaba mi silla para que me levantara y los elfos venían a recoger mis platos—. Buenas noches—mascullé en español para enfurecer a mi abuela.

El agua de la fuente del jardín brillaba de un color índigo, debido a las piedras de luz que habían en el fondo. Trazaba círculos en el agua con los pies descalzos.
El crepitar monótono del agua me tranquilizaba y depuraba mis pensamientos.
Una presencia se movió a mi espalda y se sentó junto a mí. Daniel.
—Es odiosa, y tú eres muy valiente. Yo no sería capaz de contestar así a mis padres ni en sueños.
Las lágrimas luchaban por salir, pestañeé para alejarlas.
—Solo estoy aquí por la publicidad. En cuanto vayamos a la inauguración, volveré con mi padre.
—Por supuesto—dio unos toquecitos en mi mano para animarme.
Sin embargo, me sentí más sola aún. Su rocé ya no me hacía sentir el cosquilleo de antes. Un pelirrojo apareció en mi mente.
Echaba de menos Hogwarts. Echaba de menos a mis amigos.  A Bastian. A las chicas. A Lee. A Fred. A George.
George.
La tristeza atravesó mi estómago. Ojalá pudiera verlo. Ojalá pudiera volver al aula de Astronomía para mirar las estrellas con él. Cuando me di cuenta estaba llorando.
—Ey—me abrazó Daniel—. Estoy aquí.
—No quiero nada de esto, Daniel—sollocé.
—Lo sé. Pero tenemos que ser fuertes, porque si nos ven así, ganan ellos—me miró a los ojos y apartó las lágrimas con sus pulgares.
Nos sostuvimos la mirada unos segundos, y el rostro de Daniel cambió. Cerró los ojos y acercó su rostro al mío.
Hazlo. Así sabrás la verdad. George o Daniel.
Cerré los ojos. Daniel rozó su labios con los míos. Un beso rápido. Un beso inocente, de niños.
No habían ni polvos pica pica, ni azúcar, ni olor a explosiones. Y lo peor, cuando abrí los ojos no estaba George.
Apartamos la vista y miramos fijamente el agua unos minutos. Pasaron unos minutos en silencio total, excepto por los borboteos del agua.
—¿Lo habías hecho antes?—susurró Daniel.
—¿Tú?
—No.
—Sí.
Daniel asintió, como diciendo ya me imagino quien es.
—¿Fue parecido a esto?
Suspiré.
—No.
—Comprendo—dijo con seriedad.
Entonces como si no pudiera contenerse más Daniel soltó una carcajada, y sin darnos cuenta estábamos ahí los dos riendo como locos.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora