20. Acuerdos

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Cuando los Niebla se marcharon, un silencio sepulcral inundó todas las habitaciones de la mansión.
Todo parecía haberse quedado quieto.
Menos el tiempo.
Aquel gran reloj que se alzaba en la esquina de salón seguía anunciando los segundos que se nos escurrían entre las manos.
Tic tac. Tic tac.
Solo se oía eso.
Entonces mi madre rompió el embrujo.
—Creo que es hora de que me marche—dijo mirando ese reloj de oro que siempre llevaba.
La cara de mi padre adquirió un gesto de tristeza y algo más, enfado, decepción.
—¿No te quedas hasta mañana?—preguntó mi padre con el ceño levemente fruncido.
La ministra de magia francesa abrió la boca levemente.
—Tengo que irme, Carlos—murmuró en francés.
Una mueca apareció en el gesto de mi padre, quien se dio la vuelta para que no pudiéramos ver el dolor que atravesó su mirada, mientras se sentaba en un sofá blanco cercano y una copa de whisky de fuego apareció en su mano.
—De acuerdo, vete—dijo dándonos la espalda y alzando la mano para quitarle importancia.
No soportaba ver así a mi padre, quien amaba profundamente a mi madre, seguía enamorado de ella como desde el primer día. Sin embargo, con mi madre no pasaba lo mismo, ella no lo amaba, o por lo menos no con la intensidad que lo había hecho en su juventud. A los pocos años de nacer yo, Janelle Castille se marchó a Paris para vivir con su madre.
De repente dejó de ser la feliz y divertida Janelle, aquella mujer aventurera y risueña que recordaba mi padre, aquella mujer de la que seguía perdidamente enamorado, y que había sido sustituida por una fría y prepotente mujer.
Muchas veces creía odiar a mi madre, me parecía una copia barata de mi abuela, una marioneta dirigida.
Pero no podía odiarla, después de todo seguía siendo mi madre.
La miré con rabia.
—¿De verdad te piensas ir sin explicarme de que va todo esto?
El ministro español se río levemente desde el sofá.
—Eso, explícale a nuestra hija en que lío nos has metido—mi padre se giró y miró a la mujer pelirroja con gran interés, mientas daba un trago a su bebida—.Adelante, Janelle.
Mi madre miró al suelo, no sé si avergonzada o furiosa, quizás ambas.
—¿No piensas hablar? Bueno, pues se lo resumo yo—dijo levantándose y acercándose a nosotras, de repente el pelo de mi padre parecía desordenado, una oscura maraña—.Resulta que tu madre nos ha arruinado, por lo que hemos tenido que hacer este arreglo para poder sacarnos del apuro—continuó como enloquecido.
Mi cabeza empezó a dar vueltas, arruinados, estábamos arruinados.
—No alces la voz, Carlos.
Mi padre, quien era la persona más paciente que conocía, parecía histérico.
—Claro que alzo la voz, Janelle—mi padre estampó el vaso de cristal en la mesita de madera junto a él. Apreté los ojos—. Claro que lo hago. Te has arruinado, y por si fuera poco a mí también. ¡Podrías haberme dejado tranquilo, cuidando de mi hija y tú podrías haber seguido pegándote la buena vida a costa de tu familia! ¿Pero tu madre dejó de darte dinero, verdad? —murmuró acercándose peligrosamente a su esposa, sus ojos dorados relucían como cuchillos—.Por eso corriste a mi puerta, a pedírmelo a mí, cada mes, cada maldito mes, diciéndome sólo un poco más y volveré, solo un poco más. ¡Maldita sea!
El vaso se hizo añicos contra el suelo.
Miraba a mi padre inaudita, parecía un volcán en erupción, pero aún así, solo quería abrazarlo, solo quería protegerlo.
Ahora lo entendía todo, mi padre pensaba que mi madre volvería, por eso había caído él junto a ella.
No podía creer que mi madre hubiera jugado así con los sentimientos de alguien. No podía creer que nadie pudiera jugar así con un corazón.
Todavía era una cría, no sabía cómo funcionaba el mundo.
—Esto no tiene porque oírlo la niña, Carlos, podemos hablar de esto en otro momento.
Me acerqué a mi padre y toqué su brazo, él me miró con esos ojos dorados como los míos y rozó mi mano.
—¿En qué estás metida, Janelle? Solo quiero saber eso.
La mujer apartó sus ojos azules y miró al suelo de madera.
—No estoy metida en nada, Carlos.
—No te creo—respondió despacio.
—Eso es lo que deberías haberme contestado desde el principio.
Y con esas últimas palabras desapareció.
Mi padre se tapó la cara mientras maldecía.
Y viendo como había despedazado a mi padre, decidí no volver a casa de mi abuela ni aunque me arrastraran.
Estaba dispuesta a volver por mi madre a pesar de lo de Bastian.
Pero esa mujer ya no era mi madre, no se lo merecía.
                    ***
A la mañana siguiente me desperté con los lametazos ilusionados de Yara y con el aleteo inquieto de Regiah.
Había visita.
Bajé rápidamente por la gran escalinata mientras me seguía Yara moviendo la cola y Regiah aleteando junto a mí, pasamos como un tornado al lado de los cuadros, algunos de los cuales se desperezaban o incluso seguían durmiendo.
—¡Pero bueno, señorita!—gritó alarmada mi tía.
Otras quejas la siguieron.
—Lo siento—grité mientras saltaba los tres escalones restantes.
Los cuadros me chistaron mientras yo reía.
Las puertas del comedor esperaban abiertas, dejándome ver como entraba la blanca luz a través del amplio ventanal, la risa de mi padre resonó en la estancia.
Otras dos risas le siguieron.
Un hombre y una mujer.
Sonreí emocionada, no necesitaba verlos para ver de quien se trataba.
—¡Tía Helena! ¡Abuelo!—exclamé alegre mientras corría hacia ellos.
—Yo también me alegro de verte hija—bromeó mi padre mientras observaba como saludaba efusivamente a mis familiares.
Sonreí.
—Buenos días, papá—corrí a darle un sonoro beso en la mejilla.
A pesar de lo sucedido el día anterior, mi padre parecía exultante, su rostro mostraba un color moreno dándole un aspecto saludable, su cabello azabache se encontraba peinado en las acostumbradas ondas, y su sonrisa resplandecía. Solo las tenues ojeras que decoraban su mirada daban muestra de que no había pasado una buena noche.
Escuché como mi abuelo reía.
—Parece que alguien me ha echado de menos—rió mientras Regiah se le posaba en un hombro y le acariciaba la mejilla con su cabeza.
Mi tía los miró con su gran sonrisa.
A pesar de que mi abuelo Gabriel era el padre de mi madre, parecía ser más parte de la familia Alma que de los Castille, con los cuales raramente se ponía en contacto.
—¿Qué hacéis aquí?—pregunté mientras me sentaba en una de las altas sillas doradas con el respaldo de terciopelo color crema.
Yara me miró con sus grandes ojos esperando a que le diera un trozo de bacon. Se lo pasé por debajo de la mesa.
Mi padre se aclaró la garganta y pasó una servilleta por sus labios mientras su hermana lo miraba de una manera muy extraña.
—Venimos a ayudar a tu padre para hacer una especie de acuerdo matrimonial con los Niebla y a explicarte un poco la situación—respondió mi tía con su rostro serio.
—¿Un acuerdo?—pregunté mirándola.
—Vamos a intentar negociar algunos términos—continuó mi abuelo.
Miré a mi abuelo quien le daba pequeñas migas de pan a Regiah como si fuera un periquito.
—¿Cómo que negociar? ¿No estáis de acuerdo?—pregunté confundida mientras vislumbraba un pequeño halo de esperanza.
El ministro de magia español se recostó en su asiento cansado.
—Claire, ninguno de los presentes estamos de acuerdo con esa maldita boda, ya sabes que desde siempre te he dicho que nunca intervendríamos en eso. Todo ha sido un rápido plan de escape ideado por tu madre.
—Y por tu abuela—continuó mi abuelo.
—¿Los Alma y los Niebla?—rió mi tia meneando su corto pelo castaño—.Por favor, llevamos siendo enemigos desde siempre, desde que el primer Alma les quitó el ministerio. Si no llegara a ser por nosotros las cosas aquí serían como en Francia—murmuró.
Era cierto, los Niebla eran conocidos por creerse superiores y por ser fervientes creyentes de la pureza de sangre.
Seguramente si ellos estuvieran en el poder, la situación en Francia se hubiera repetido en España. La Francia mágica se encontraba sumida en la corrupción, con un sistema muy tradicional, en el que los más ricos gorbernaban y vivían como dioses, gozando de lugares a los que ellos solo podían acceder como la place du trône y de otros privilegios como el sistema de votos, en el que el voto de un sangre pura contaba como tres votos, el voto de un traidor o de un mago de una condición normal contaba como dos, mientras que el voto de los mestizos tenía el valor de un solo voto y para finalizar los squibs y los hijos de muggles no tenían derecho a votar.
Ese sistema era despreciable e injusto.
La gente se moría de hambre en la mayoría de hogares mágicos, y eso se empezaba a notar, la noticia del día en todos los periódicos de Francia era esa, las numerosas huelgas y revueltas, además del abuso de poder, problemas a los que mi madre se enfrentaba con una sonrisa frente a los micrófonos y a las vuelaplumas.
Era todo un desastre.
—Escucha, Claire, vamos a intentar que esta boda no tenga lugar, pero necesitamos tiempo, para recuperarnos económicamente de los chanchullos que está haciendo tú madre. Solo los Niebla nos pueden ayudar con eso ahora mismo, los Niebla y el tiempo—murmuró mi padre—Así que necesito que escuchéis.
—Por supuesto—respondimos todos al unísono.
Y en esa mesa de desayuno trazamos mi fuga hacia la libertad.
O más bien un intento de fuga.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora