32.Discusiones

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Salí de la biblioteca como un torbellino, haciéndome paso por los pasillos rebosantes de alumnos que murmuraban dos nombres.
La Corona de tres puntas y los Weasley.
La furia me recorría las venas como si fuera un veneno. Se iban a enterar.
Llegué a la Sala Común de Gryffindor en la que había varios grupos de alumnos leyendo y hablando alrededor de los sofás.
—¿Alguien ha visto a los Weasley?—alcé la voz con enfado.
Todo el mundo miró en mi dirección, un chico que miraba a sus amigos dejó de sonreír.
—Arriba—señaló las escaleras que iban a las habitaciones de los chicos.
Subí las escaleras sin mirar atrás, dejando un rastro de murmullos a mi espalda.
Una puerta de madera oscura con el pomo dorado me dio la bienvenida, varios nombres surcaban la madera, como si alguien los hubiera trazado con un cuchillo.
Una Bludger dibujada en una esquina llamó mi atención. Era el cuarto de los Weasley.
Abrí la habitación sin llamar si quiera, el chico pelirrojo que estaba sentado en el suelo pegó un brinco asustado. Estaba solo. Cerré la puerta a mi espalda mientras se daba la vuelta.
—Pensaba que ibas a tardar más...—George Weasley terminó de girarse, su rostro se volvió más blanco de lo normal—...tiempo—terminó de decir en un susurro.
George Weasley me miró de arriba abajo mientras se levantaba del suelo y limpiaba nerviosamente su camisa, dejando en el suelo varias piedras de colores y extraños artilugios con los que parecía estar trabajando, una manzana y un trozo de pan descansaban en una bandeja.
—Claire Alma, ¿se puede saber que haces aquí?—alzó sus cejas pelirrojas.
—Vengo a dejaros claras algunas cosas a ti y a tu hermanito—miré a mi alrededor, la habitación estaba llena de chismes en la zona de los gemelos—. Pero ya que veo que no está, le vas a dejar el mensaje de mi parte.
La cara de George palideció de nuevo.
Se había dado cuenta de que me había enterado.
El chico jugó nerviosamente con algo que tenía entre sus manos.
—Sé que estáis diciendo que sois La Corona y como no lo neguéis esta misma noche delante de todo el mundo os vais a arrepentir.
La expresión de George cambió, una sonrisa orgullosa sustituyó la sorpresa en su rostro, mientras cuadraba los hombros. Se convirtió en el vivo reflejo de Fred Weasley.
Fue peor que una bofetada, pensaba que era diferente, pero era peor que su hermano.
Fred por lo menos no se escondía.
—Escucha, Alma, no tengo ni la más mínima idea de lo que estás hablando...
—¿No? Bueno pues parece que a las chicas de tercero les dices otra cosa—respondí cruzándome de hombros.
George abrió la boca y la volvió a cerrar.
Sus dedos seguían enredándose con aquel chisme. Parecía de color dorado.
—Si gastarais el mismo tiempo en gastar buenas bromas que en haceros pasar por mí, lo mismo estaríais ganando la competición—escupí.
La ira cruzó el rostro de George Weasley y una risa se hizo eco a través de su garganta.
—Claro, gastar buenas bromas es muy fácil cuando tú papaito te puede comprar todas las tiendas de bromas del maldito país—George me miró con furia mientras se acercaba—. Nosotros no somos los farsantes, aquí la única que finge ser algo que no es, eres tú. No eres una bromista, solo tienes dinero—su frente casi rozaba la mía, sus ojos me atravesaban como dagas.
Apreté la mandíbula.
—Eso no es verdad—susurré mientras evitaba que las lágrimas cayeran por mi rostro.
Yo no era una princesita que necesitaba que la rescataran, yo no era solo una niña inútil a la que le habían regalado una corona.
Yo había trabajado.
Me había esforzado, tanto o más que los demás.
Había sufrido.
Quizás no me faltaba dinero, pero había visto cosas que ninguna persona debería haber visto y menos con esa edad. Sabía cosas que no debería de saber.
Era una niña que había crecido entre monstruos.Que había tenido que aprender a encender sola la luz en medio de la oscuridad.
Y que estaba harta.
Harta de que la subestimaran, de que pensaran que todo lo que tenía era dinero.
Pero yo no era una princesa de oro.
Yo era una chica.
Una chica que tenía fuego en las venas y había llegado para quemar el mundo hasta los cimientos. Hasta que solo quedara luz donde antes habían sombras.
Apreté los puños.
—Escucha, Weasley. Un bromista no necesita dinero, un bromista necesita buenas ideas, que es lo que os falta a vosotros—mostré una sonrisa helada.
George Weasley asimiló el golpe quedándose en su lugar, sin respuesta.
—Si tan mala fuera no os apropiaríais mis bromas, y en vez de escuchar mi nombre se escucharía el vuestro—continúe acercándome a la puerta y girando el pomo dorado.
—Tenéis hasta la cena—amenacé mientras la puerta se cerraba detrás de mí.
Un pequeño chasquido se escuchó contra la puerta, como si hubieran lanzado algo metálico con rabia.
Pero yo solo pensaba en apartar esas lágrimas que recorrían mis mejillas.
Pensaba que podríamos ser amigos. Me había engañado. Al fin y al cabo, los gemelos Weasley eran los mejores haciendo trampas.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora