35. Mandrágoras

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Fred y yo no habíamos intercambiado ni una sola palabra en lo que llevábamos de clase, tampoco es que hubiéramos podido, me recordaba la suave presión que ejercían las orejeras sobre mis oídos.
El chico pelirrojo removía la tierra de la maceta vacía con aburrimiento, mientras yo replantaba la mandrágula en su nuevo lugar. Me crucé de brazos al terminar la tarea, todos parecían estar divirtiéndose en aquella clase, los alumnos reían mientras admiraban las mandrágoras, algunos, incluso, se comunicaban haciendo grandes aspavientos con los brazos.
Miré hacia las túnicas, solo necesitaba unos minutos y podría meter el otro pequeño lazo del diablo en los bolsillos de Fred, pero no había manera de hacerlo sin que nadie me pillara, y menos sin que el propio Fred Weasley viera cómo lo hacía. Maldije en español mientras apretaba los puños, no podría jugársela a aquel chico pelirrojo que se llenaba las manos de tierra.
"Al menos me ha dado tiempo a meter un lazo en la de George"—pensé mientras una extraña sensación retorcía mis entrañas. Culpabilidad.
Una oscura parte de mí se llevó ese pensamiento mientras murmuraba. Venganza. Venganza.
Si, eso era lo que quería, venganza. Devolverle el daño que me había hecho, el daño que había intentado hacerme con su falsa amistad y sus sonrisas fingidas.
Nadie me tendía una trampa sin recibir el doble a cambio.No era una princesita en apuros. No.
Yo era un dragón.
Y estaba dispuesta a hacer arder el mundo para demostrarlo.
Sin poder evitarlo mis ojos buscaron el cabello anaranjado de George entre los estudiantes, y ahí estaba, sonriendo de oreja a oreja mientras hablaba con su compañera. Con Angelina.
La chica movía sus trenzas azabaches de un lado a otro y mostraba sus dientes blancos mientras pestañeaba con más frecuencia de la que debía, era ridículo, tanto, que casi rozaba lo agónico. Angelina comenzó a reír de manera exagerada, mientras agitaba su cabeza, sus trenzas volaban como pequeños látigos a su alrededor, y echándose hacia atrás tiró de un codazo la maceta junto a ella. Su risa cesó y fue sustituida por sus mejillas sonrojadas. Mis ojos se pusieron en blanco sin poder evitarlo, era tan estupida que casi sentía pena por ella. Casi. Pensé mientras recordaba todas las malas palabras que me dirigía siempre que podía, sus malditas risas cada vez que Charlotte hacia algo mal, cada "listilla" susurrado mientras Emma recibía un halago por un profesor.
George se agachó rápidamente para ayudarla a recoger la maceta destrozada, Angelina negaba con la cabeza como disculpándose mientras que el chico solo respondía con una sonrisa y un gesto de mano. Una punzada atravesó mi estómago, ¿serían sus sonrisas falsas tan solo para mí? ¿Habría algo de bondad en aquel chico que solo quería engañarme?
Parecía que para otros sí.
Fruncí el ceño. Ambos eran unos idiotas, estaban hechos el uno para el otro.
Y como si lo hubiera dicho en voz alta ambos me miraron de repente. La sonrisa de Angelina se esfumó por un momento, pero rápidamente fue sustituida por una sonrisa de superioridad.
El cruel brillo en sus ojos delataba lo que pasaba por su mente. Pensaba que estaba celosa. Pensaba que tenía algo que yo no podría ni rozar. Pensaba que tenía algo que yo quería con todas mis fuerzas. Si ella supiera... casi me reí a carcajadas. Pero no lo hice.
Miré hacia la maceta que tenía frente a mí, mientras sentía las miradas de George y de Angelina que seguían atravesándome.

La profesora Sprout nos hizo dejar las orejeras en su lugar, pasé los dedos distraídamente sobre el suave tejido que las recubría mientras esperaba en la fila. Un hombro chocó con el mío, Isaac pasaba entre la marea de alumnos mientras jugaba nerviosamente con su bufanda de Hufflepuff, me giré con una protesta en la punta de la lengua. Una mano apretó mi hombro rápidamente, casi fue un roce, casi no me dio tiempo a sentirlo. Unos ojos grises murmuraron una disculpa en lugar de su amigo. Cedric se deshizo entre el resto de mis compañeros, dirigiéndose hacia donde se encontraba la profesora.
Una brisa de aire pasó por mi cuello.
Una respiración.
—¿Cómo lo hiciste?
Me giré sorprendida encontrando las pecas de Fred como respuesta. Fruncí el ceño confundida.
—¿Perdón?
Fred puso los ojos en blanco como si yo fuera un niño que no atiende al profesor.
—El anillo. ¿Cómo supiste que era eso?
Mi mente se quedó en blanco.
No me esperaba esa pregunta.
—El anillo... pues... porque era el único que no desactivamos—murmuré recordando el detalle.
Fred alzó una ceja.
—Solo había un anillo de Tántalo.
—Una coincidencia—ante la mirada de sospecha de Fred intenté cambiar de tema—. ¿Por qué Tántalo?
Fred rió con su ego inflado, orgulloso de su ingenio.
—Viene de una historia muggle que nos contaba mi padre. Tántalo era un hombre que desveló los secretos de los dioses y además les robó una serie de cosas, por lo que fue castigado eternamente en un lago con el agua hasta el cuello y un árbol de ramas bajas llenas de frutos sobre su cabeza, entonces en el momento en el que intentaba beber o comer de ellos, estos puff—hizo un gesto de manos—se iban.
Inteligente pensé. Pero no le iba a dar el placer de decírselo.
—¿De donde lo sacasteis?
Fred volvió a reír.
—Es un invento nuestro y tu has sido la primera en probarlo, Alma. Siéntete privilegiada, lo hicimos a propósito para ti. Es muy metafórico, ¿sabes? Nosotros somos los dioses, y tú eres Tántalo, un rey que aburrido decide meterse con quien no debe, casi resulta poético.
Fred me miró como buscando mi aprobación, recibiendo a cambio un alzamiento de cejas.
—Te encanta el drama, Fred Weasley.
—Cada uno tiene sus hobbies—se encogió de hombros.
Un grito retumbó en el aula. Un chillido agudo que nos desgarró los tímpanos.
Todos nos giramos hacia donde se encontraban las mandrágoras mientras nos tapábamos los oídos. Pero aquel quejido infernal no venía de allí.
Era Angelina.
Que se retorcía intentando sacar su manos de los bolsillos.
Era mi broma, pero esa no era mi victima.
La culpabilidad cayó sobre mí.
Mientras los ojos de George Weasley me atravesaban como dagas.
Me había equivocado de túnica.
Estupida Angelina y su estupida impuntualidad.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora