42. Estrellas

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Miraba el mapa con lástima mientras merodeaba por los pasillos, aquella sería la última vez que lo tendría entre mis manos.
Recordé a mi abuelo, a su bigote plateado y a su sonrisa inamovible. Lo echaba de menos, igual que mi padre y a Daniel. Llevaba alrededor de un mes sin saber nada de ninguno de ellos, pero gracias a los Weasley tenía la excusa perfecta para ir a la lechucería y mandar unas cuantas cartas.
Cuando llegué todos los búhos ululaban acompañando a la noche, sentí una especie de ráfaga eléctrica que me recorría y me giré. Ahí estaba Regiah, con sus ojos de color miel observándome.
Me apoyé en uno de los grandes ventanales esperando a que se acercara. El ave se posó con gracia frente a mí. Miré hacia el bosque, la luna a penas se veía aquella noche, pero las estrellas relucían como nunca, haciendo que el cielo mostrara un color parecido al de los zafiros de mi abuela. Era precioso.
Continué observando el paisaje mientras acariciaba a Regiah distraídamente, dejando que la brisa me hiciera cosquillas en las mejillas.

Parecían haber pasado horas cuando me quedé sin ningún otro trozo de costillas que había guardado de la cena para Regiah. Fruncí el ceño al no encontrar nada en el bolsillo, el águila hizo un pequeño ruido, una queja.
—No te quejes tanto, llevas comiendo toda la noche.
Regiah me giró la cara indignada y se fue hacia un lado.
—¿En serio? ¿Te enfadas? Vale, entonces me voy, pero déjame darte esto—enseñé las cartas.
Sus ojos se abrieron con entusiasmo.
—Que rápido se te pasa el enfado—susurré dándole un toque en el pico.

Cuando Regiah se alejó volando, volví a los pasillos, guiándome sin hacer ruido por el entramado de escaleras que recorrían el castillo como un laberinto. Abrí el mapa y lo miré por encima en busca de algún movimiento extraño, justo cuando lo iba a cerrar, algo se movió. George Weasley entraba en el aula de astronomía.
"¿Qué estás haciendo, George Weasley?"
La curiosidad me arrastró hacia la Torre de Astronomía, subí rápidamente la empinada escalera que llevaba hasta el aula. Abrí la puerta haciéndome visible.
Allí estaba, George Weasley, mirando al cielo tumbado boca arriba, sobre una colcha de cuadros parecidos a los que decoran las faldas escocesas.
El chico se giró sin sobresaltarse, una sonrisa adormilada decoró su rostro.
—Eres tú—murmuró.
—¿Que haces aquí?—pregunté con el ceño fruncido—. Deberías estar durmiendo.
—Tú también—respondió volviendo a su postura inicial—. Ven, mira esto.
Me acerqué y el pelirrojo se apartó a un lado para hacerme un hueco. Me tumbé junto a él.
—En verano, solíamos salir con mis padres y mis hermanos a hacer picnics por la noche y después veíamos las estrellas—el chico rió levemente—. Bueno, yo me quedaba viendo las estrellas con mi padre, normalmente mis hermanos se aburrían y se iban con mi madre—susurró—. Desde entonces siempre me han gustado, no sé, me dan tranquilidad. Cuando no puedo dormir o tengo pesadillas vengo aquí y veo las estrellas hasta que amanece.
—Eso explica porque te quedas durmiendo siempre encima del caldero—bromeé entre susurros sin apartar la vista de las estrellas.
—Veo que tu gran sentido del humor siempre está activo, Alma—intuí una sonrisa en su voz.
El cielo había tomado un tono entre morado y azul. Parecía que lo habían hecho de terciopelo y las estrellas eran pequeños diamantes que alguien había  clavado caprichosamente en él. Cada vez que miraba, veía más y más estrellas, cada vez me sentía más pequeña.
—¿George?
—¿Sí?
—¿No te da miedo mirar hacia arriba y ver tantas cosas y darte cuenta de que eres insignificante?
El chico continuó mirando el cielo unos instantes más.
—No, no me da miedo. Mucha gente piensa como tú, que da miedo porque te sientes insignificante al verte rodeado de todo esto... —continuó mirando el cielo—pero creo que daría más miedo mirar a arriba y no ver nada. Creo que da mucho más miedo mirar a tu alrededor y ver que estás solo—susurró.
Una sensación extraña me sacudió, mis ojos se quedaron pegados al perfil de George sin darme cuenta. Repasé su nariz afilada, sus pestañas, las pecas que decoraban su frente y sus mejillas como pequeñas constelaciones. Entonces, pareció darse cuenta de mi mirada y se giró hacia mí.
Sus ojos marrones estaban casi negros por la oscuridad.
Y fue en aquel instante, en el que vi por primera vez de verdad a George Weasley.

***
Todos nos encontrábamos en el baño de Myrtle la llorona mientras Emma revolvía la solución que empezaba a tomar un color anaranjado. Fred daba vueltas por la estancia sin parar, al otro lado, Charlotte y Lee estaban sentados sobre los azulejos blancos del baño refunfuñando entre ellos. George miraba concentrado el caldero, con el ceño levemente fruncido y solo levantaba la vista para ver el próximo ingrediente que le pasaba a Emma cuidadosamente.
Me gustaba vernos juntos, nos habíamos vuelto un grupo de un día para otro.
Fred dejó de dar vueltas y paró en seco.
—¿Nos piensas decir ya lo que vas a hacer o vamos a esperar otras dos semanas?—me miró con gesto impaciente.
—Todavía no—respondí moliendo el polvo de cuerno de dragón.
El chico se acercó a mí.
—Por favor, no aguanto más—alcé una ceja y lo miré.
Fred me miraba con desesperación. Parecía mentira que hace dos semanas aquel chico fuera mi peor enemigo cuando ahora a penas discutíamos. A penas.
Se puso de rodillas frente a mí y junto las dos manos.
—Por fa, por fa, por fa. Claire, lo necesito. Llevo días sin dormir intentado averiguarlo—señaló sus ojos acercando su cara demasiado a la mía—. ¿Ves estas ojeras?
Reí mientras ponía los ojos en blanco.
Escuché frente a mí la risa de Emma y un bufido de George.
—No te lo crees ni tú—murmuró George conteniendo la risa.
Fred se giró rápidamente hacia su hermano.
—¿No? Entonces, hermanito, ¿cómo sé que últimamente sueles salir todas las noches, eh?
—Eso, ¿se puede saber a donde vas?—preguntó Lee incorporándose a la conversación, mientras mordía una manzana que sabrá Merlín de donde salió.
Charlotte sonrió mientras miraba a George que de repente parecía muy interesado en los azulejos.
—Aquí huele a que hay una chica de por medio...—canturreó mi amiga.
Mis ojos se ensancharon de sorpresa y volví al polvo de dragón.
—¿Uno no puedo dar una vuelta por ahí sin que medio castillo se entere o qué?—contestó George.
—Bueno, mientras la vuelta no te la des con Johnson todo bien—respondió Fred con una risa.
Lee casi se atraganta con la manzana.
—Que yo le guste no significa que ella me guste a mí—murmuró—. Además es insoportable. Solo sabe criticar a las demás chicas.
Charlotte lo miró con orgullo y se levantó, acercándose a George.
—Por favor, choca esos cinco—el chico la miró extrañado pero le chocó—. George Weasley, tú, —dijo señalándolo efusivamente—eres un chico listo.
Lee alzó la mano mientras Charlotte volvía a sentarse.
—A mí tampoco me cae bien y no me chocas.
Charlotte lo miró con desagrado.
—Porque tú eres Jordan.
—Ah, claro, no había caído. Eso tiene sentido—contestó el chico haciéndose el tonto.
Reímos.
—Eres de lo que no hay, eh, Jordan—respondió Charlotte chocándole finalmente.
Levanté la mirada con una sonrisa en la cara. Esos eran mis amigos.
Entonces unos ojos marrones me devolvieron una sonrisa. George me miraba con complicidad. Habían estado a punto de descubrir nuestros viajes nocturnos al aula de astronomía, quizás era una tontería, pero quería mantenerlos en secreto. Y lo más raro es que no sabía por qué, pero quería que siguiera siendo así.

La Dama DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora