55. Encantos Dylanarios.

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FELIZ CUMPLEAÑOS PechaghtLecha

Percy se encontraba en su salón de clases, y por alguna razón, ninguno de sus demás compañeros o profesores se hallaba junto con él. Lo único que sabía era que tenía que terminar de copiar la tarea de matemática que había en la pizarra, antes de que otro profesor entrara y la borrara. Tal vez por eso estaba totalmente solo. Los demás debían de haberla terminado de copiar y pudieron salir al receso antes que él. Tenía que apresurarse en ese caso, o las hamburguesas de la cafetería se acabarían pronto.

Su mano tomó mayor rapidez para escribir. Los números parecían saltar de las hojas de su cuaderno o se veían borrosos como la lente desenfocada de una cámara. Sin embargo, a él, esto no le pareció raro en lo más mínimo. Si se equivocaba, con la mayor calma del mundo, su mano se estiraba para agarrar el borrador, y después de eliminar el error, volvía a copiar con el mismo ahínco. Lo rodeaba una extraña sensación de placidez, como si una presencia tranquilizadora le estuviera haciendo compañía, a pesar de que se encontraba solo. O eso creía.

Fue entonces, cuando una voz conocida, suave y juguetona, le preguntó cerca del oído:

—¿Qué estás haciendo?

Percy se volteó, y se encontró cara a cara con los ojos de Dylan que, con la luz del sol que entraba por la ventana, se los había aclarado hasta que adoptaron el color del césped recién cortado.

—Estoy terminando de copiar la tarea —respondió Percy, luego de un rato de expectación silenciosa—. ¿Qué hay de ti? ¿Ya la has acabado?

Dylan se incorporó, y soltó una pequeña risita, que le suscitaron adorables arruguitas en la comisura de sus ojos.

—¡Nop! —contestó, enviándole una mirada llena de picardía—. ¿Por qué lo haría? Si tú ya la estás haciendo. Así que, cuando acabes, como eres muy generoso con tu lindo Dylan, me prestarás tu cuaderno para que pueda copiarlo.

No era una pregunta, ni siquiera una sugerencia. Era una orden descarada. Percy colocó los ojos en blanco, y estaba a punto de decirle que no alimentaria su flojedad, sin importar cuán lindo se pusiera; cuando de pronto, con absoluta naturalidad, Dylan se introdujo en el pequeñísimo espacio que había entre la silla y la mesa, para elegantemente, sentarse sobre su rodilla derecha, con las piernas a horcajadas alrededor de su muslo, como si fuera un taburete.

El pulso de Percy se disparó, y todo su cuerpo se llenó de calor de golpe. Especialmente en aquella zona que no debería haber reaccionado. No cuando se trataba de un chico, en lugar de una chica, como los estúpidos paradigmas de lo normal lo exigían. De todos modos, esos paradigmas no estaban frenando ni un ápice a esa parte de su cuerpo que tenía vida propia; porque no podía comprender las restricciones de su mente, ni lo quería, ya que solo respondía a la seducción que su alma anhelaba.

Intentó que no se notara, trató de controlarse. Mientras tanto, Dylan había recostado su espalda contra la mesa y también los codos, miró por encima de su hombro al montón de números que había copiado en su cuaderno, y presumió de un semblante totalmente relajado en su faz, como si fuera absolutamente lógico que su suave trasero estuviera sobre la rodilla de Percy.

¿Por qué Dylan no estaba enloqueciendo por la abismal cercanía entre ambos? ¿Por qué nadie estaba en clases? ¿Por qué sentía la urgente necesidad de tocar la tersa y cremosa piel que tenía enfrente de él, como si después, fuese demasiado tarde?

La voz de Percy fue increíblemente ronca cuando habló:

—No quiero... —se detuvo.

Dylan había girado el rostro, y ahora se encontraba mirándolo directamente a los ojos, formando una pequeña sonrisita traviesa sobre sus labios. Se veía tan hermoso que le secaba la boca, vestido con solo camiseta y sus típicos jeans deshilachados, por el que podía contemplar siempre, una grandiosa porción de la piel desnuda de sus muslos. Lo llamaban a tocarlo como el canto de una sirena, pero se contuvo. Incluso cuando de pronto, él se alejó de la mesa, y se acercó peligrosamente a Percy, dejando un suspiro de distancia entre ambos.

No te escondas del Sol, AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora