Fue en un domingo de madrugada. Casualmente, también fue la noche que marcó un nuevo ciclo. El otoño llegó, y las hojas de los árboles se tiñeron con hermosos tonos naranja, marrón y dorado. Cubrieron los suelos como una alfombra espesa y fragante, y el cielo se volvió opaco, las primeras nubes acumulándose y ocultando la luna en lo alto. Hicieron descender la temperatura en la Ciudad de New York, por lo que el Doctor Wells tuvo que usar una mano para ajustar su saco hasta que le cubriera la barbilla, mientras que la otra, sostuvo firmemente contra el pecho, la bolsa repleta de metanfetaminas tan puras como el oro líquido.
El punto de encuentro fue en la zona más alejada de la ciudad, rodeado de bosques profundos en el que pululaban los sonidos de la vida silvestre y el susurro de las ramas moviéndose por el viento. El doctor Wells se hallaba de pie al costado de unas vías del tren, con su coche detrás de él, solo sus faros y el pequeño farol al otro lado de los rieles eran la única iluminación del lugar, creando un ambiente irreal. Una hoja anaranjada cayó delicadamente sobre su cabeza, pero él no se dio cuenta de ella, ya que algo más estaba robando su atención en ese instante.
El automóvil estacionado a unos cuatro metros delante de él, tenía los vidrios polarizados tan oscuros que era imposible ver a las personas en su interior. Además, había sido pintado de un negro carbón que hacía que las sombras parecieran fundirse con el coche, dando la ventaja de pasar desapercibidos hasta que estuvieron lo suficientemente cerca de él. El doctor Wells, agudizando sus ojos, intentó en vano distinguir alguna cara en el asiento del conductor, pero como lo esperaba, no vio nada, y el mal presentimiento empezó a asentarse en su pecho.
¿Qué no había hablado con solo un muchacho? ¿Por qué parecía que la situación se estaba volviendo algo complicada? ¿Qué era esta sensación de estar metiéndose con alguien más peligroso que su propio jefe?
Justo cuando se estaba diciendo para volver a su coche y huir, la puerta del lado del conductor de aquel coche se abrió, y un hombre alto, con canas a ambos lados de sus sienes, salió con un aire solemne. Llevaba un traje pulcro y elegante, un saco que le llegaba hasta las rodillas y que flotaba a sus espaldas por el fuerte viento, como si fuera a salir volando. Caminó con sus lustrosos zapatos negros hasta que solo quedó un metro de distancia entre ambos, y esperó, con una mirada tan helada que hizo que la mala sensación en su interior empeorara.
—Yo... —inició el doctor Wells inseguro, después de una rápida reflexión— se supone que estaba esperando a un...
Antes de que la palabra "chico" abandonara sus labios, en ese preciso instante, su celular empezó a sonar. Rápidamente lo sacó del bolsillo de su abrigo, y sus ojos se ampliaron cuando reconoció el número que saltó en la pantalla.
—Hola, doctor Wells —saludó aquella voz joven detrás de la línea, la misma que lo había contactado hace unos días—. Espero me perdone por no bajar a saludarlo correctamente. No soy muy devoto a los actos de socialización.
La jovialidad de su voz lo hizo sentirse algo aturdido. Perdido, como si estuviera hablando con uno de sus pacientes en su despacho, en lugar de estar de pie en medio del bosque, con una bolsa llena de drogas en una mano. Curioso, el Doctor Wells echó otra mirada hacia el parabrisas, que resultó infructuosa.
—Tengo lo que me pediste —dijo finalmente, y desde la distancia, escuchó los sonidos y silbidos de un tren que se acercaba.
—Gracias, Asclepio. Puedes pasárselo al hombre delante de ti.
Como si lo hubiera oído, aquel hombre estiró la mano en su dirección, con la palma abierta. Tenía dedos largos y esbeltos como los de un músico, y esperaban pacientemente recibir lo que el Doctor Wells sujetaba con tanto ahínco contra su pecho. Después de un momento de duda, no tuvo de otra que obedecer. Le pasó la bolsa, e inmediatamente, el hombre se dio la vuelta y se encaminó nuevamente a su coche. Sin más miramientos, sin más palabras. Había acabado... ¿Así de fácil?