Dylan estacionó su auto en alguna acera de Brooklyn, sus luces alumbraron las ratas que se escondían en las alcantarillas, y por un segundo, deseó acompañarlas. Su mente estaba completamente en una vorágine furiosa, ni siquiera sabía cómo había conseguido llegar hasta allí. Apenas recordaba haber conducido, girando curvas, saltándose algunos semáforos en rojo, hasta que tuvo que detenerse por un fuerte ataque de tos que le causó ahogarse con su propia saliva. ¡Pero qué patético! Su ya desgastada garganta quedó en carne viva. Ah, su pobre garganta, hoy estaba dando su máximo esfuerzo por la supervivencia, ¿eh?
Seguramente a Luke le complacería saber que, en este momento, Dylan estaba considerando cumplir con sus tiernos deseos de él muriéndose, para su gratificación.
Las calles estaban relativamente vacías, pocos coches pasaban y no había transeúntes a la vista, cuando Dylan gritó repentinamente hasta quedarse aún más ronco, nadie lo escuchó liberar todo el caos que su corazón ya no podía sostener. El dolor, la frustración, y la ira se contuvieron en esas cuatro paredes, las últimas barreras que protegían su vulnerabilidad del monstruoso mundo exterior. Estaba solo, como siempre lo había estado desde que tenía memoria, y sin embargo, sintió que la soledad que lo saludaba hoy, tenía otro sabor, uno más amargo, más crudo. Se estaba dando cuenta, lentamente, con asfixiante horror, que jamás volvería a sentirse igual, no después de descubrir la verdadera comodidad que procedía de una sencilla amistad desinteresada.
¿Amistad desinteresada? Pura mierda.
Estaba tan molesto que golpeó con sus puños el techo, y luego el volante, sacudiéndose en su asiento como un maldito toro enjaulado. Al terminar, miró los cuatro nudillos de su mano derecha, con la piel pelada y rojiza, después se fijó en los moretones que ya empezaban a oscurecerse a lo largo de su muñeca, las huellas que Percy le había dejado al sujetarlo, para evitar que le asestara el puñetazo de su vida. Eran un irritante recordatorio de lo que había sucedido, de lo que Percy había arruinado.
Quiso volver a gritar, pero esta vez advirtió que se acercaban peatones, que cruzaron la calle delante de él. Dos chicos, amigos probablemente, sus hombros se rozaban al caminar, y uno de ellos miraba más al otro, con un brillo inusual en sus ojos. Muy parecido al que tenía Percy cuando lo miraba, cuando pensaba que no se daba cuenta. Ahora entendía lo que significaba. Y, ah, ¡cómo odiaba saberlo! O quizás siempre lo supo. Definitivamente, Luke siempre lo supo. Por eso lo odiaba tanto. Por eso lo quería muerto, además de otras razones, claro.
Sabía que su celular no dejaba de vibrar desde hace rato, pero apoyó la frente contra el volante, ignorando a la persona que sabía de quién se trataba. Quería poner sus pensamientos en pausa, borrar sus recuerdos, pero en contra de su voluntad, su cabeza empezó a rememorar los acontecimientos del acuario. Todavía podía sentir aquel cuerpo arrinconándolo contra el vidrio, había sentido frío en su espalda, pero en todas partes, donde él lo había tocado, estaba tan caliente como si lo hubiera arropado una manta eléctrica. Sus labios aún hormigueaban por la fuerza de sus besos. Nunca había sido besado así, se dio cuenta, con delirio, con tanto frenesí como si su boca hubiera sido la carne más jugosa que un león quería arrancar.
Su mirada centelleante y depredadora había sido la única advertencia que había tenido. Esos ojos le dijeron que iba a destruirlo todo, y ya no le importaba. La colisión entre sus bocas fue dolorosa, y saboreó la sangre. Su primer instinto había sido golpearlo, pero quién hubiera creído que lo detendría con tanta facilidad, como si los músculos de Dylan estuvieran de adorno. Ese hecho casi lo molestó más que el propio beso. Y entonces, no supo exactamente qué fue, si la lengua que le acarició el labio inferior, o si la sensación de ese cuerpo fornido contra el suyo, de pronto, le recorrió un estremecimiento, y por un jodido segundo, ansío que no se detuviera.