57. Desastre

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Algo iba mal.

Nico lo supo en el instante en que puso un pie dentro de la casa, sobre la pequeña alfombrilla amarilla hecha de felpa que su hermana menor había instalado en la entrada. Lo sintió en sus huesos y en sus venas, como un extraño picor incesante que le provocaba cierto hormigueo sobre la piel. Lo sintió en lo tenso del ambiente, una presión parecida a descender por un foso a metros de profundidad. Y finalmente, lo vio en la severidad de los ojos de Caronte, cuando vino a decirle que su padre lo estaba esperando en el despacho, con un tono de voz que no dejaba lugar a negaciones.

Hazel le envió una rápida mirada cargada de lástima antes de escaparse hacia su habitación. Nico la observó subir las escaleras de dos en dos, acompañada por la Srita. O'leary, hasta que escuchó un carraspeó familiar detrás de él que le instaba a apurarse. Soltando un largo suspiro de derrota, Nico lanzó su mochila sobre el sofá y, diligentemente, se fue a enfrentarse a su destino.

Hades, su taciturno padre, lo esperaba sentado detrás de su largo escritorio hecho de caoba y relieve. Estaba intentando abrir una bolsita de té con los dedos, pero éstos eran muy grandes y muy torpes, por lo que pronto, la exasperación lo hizo fruncir los labios hasta que; apiadándose de él, Caronte se acercó y con palabras amables, sin hacer parecer que le hacía un favor; se deshizo de la envoltura y sumergió la pequeña bolsita dentro de una taza con agua hirviente. Complacido, Hades asintió ligeramente en su dirección, y después, vertió sólo la mínima cantidad de leche sobre la taza.

Nico se sentó en la silla de siempre: delante de su padre. Con las piernas elegantemente cruzadas al igual que las manos, que ahora descansaban sobre su regazo. Si alguna persona externa los observara ahora mismo, pensaría que solo estaban por compartir un momento casual entre padre e hijo. Ciertamente, la expresión calmada de Hades no difería mucho a la de un padre corriente que estaba a punto de preguntarle a su hijo sobre cómo le había ido en la escuela. Sin embargo, Nico lo conocía, y sabía, como sabía sobre las cosas naturales de la vida, que cuando más sereno se viera aquel rostro viejo e italiano, más peligroso resultaría ser para el desgraciado en su mira.

Y como tantas veces, hoy era su turno. Y como pocas veces, digamos que, ésta vez, él realmente se lo había buscado.

—La otra noche, tuve una reunión con nuestros socios —comenzó despreocupadamente su padre, llevándose la taza a los labios para darle un pequeño sorbo. Soltó un minúsculo suspiro satisfecho cuando lo encontró de su agrado—. Era sabido que también se presentarían algunos vendedores que son conocidos por despilfarrar bastante dinero en un arrebato del momento, especialmente, después de que hubieran bebido un par de tragos de más.

Nico envío una disimulada mirada de reojo hacia Caronte, quien habitualmente, incluyendo en los peores momentos, siempre le había respondido aún con una expresión avinagrada. Esta vez, no obstante, ni siquiera obtuvo un contacto visual. Nico se miró las manos por un momento, luego volvió a posarla sobre su padre que, en una voz engañosamente monótona, continuaba diciendo:

—Es por eso que, había decidido llevar nuestra mejor mercancía para subastarlas en el momento adecuado. Se trataría de un negocio billonario, por supuesto. Después de todo, hijo mío, ¿eres consciente del precio que ostenta solo un pedacito de cada diamante?

Nico sintió la boca seca, se pasó la lengua por los labios antes de contestar:

—Has podido posicionarte entre uno de los hombres más ricos del mundo mediante ello —carraspeó suavemente—. Podría decirse que tengo una vaga idea al respecto.

—Entonces, imagina el precio exorbitante que adquirirían ciertos minerales, formadas por un largo proceso tectonismo y placas tectónicas, solo para crear una rara deformación al azar. —Sus ojos se alzaron y se incrustaron en los de él. Siempre fríos y distantes, no se veían para nada como aquellos cálidos y ligeramente suaves que solo le dirigía a Hazel, a pesar de que a ella la conocía por poco tiempo, y a él, desde su nacimiento—. ¿Su mente puede dimensionarlo, señor di Angelo?

No te escondas del Sol, AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora