Temo por el día que dejes de mirarme.
Levantaría el mar hasta el cielo, si con ello,
obtengo solo un segundo de tus ojos.
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De pie, frente al espejo pegado a la pared de su habitación, Dylan se echaba la séptima ojeada antes de irse. Llevaba tenis y una camiseta naranja, pantalones y una camisa marrón, que resaltaba el bonito color crema de su tez. Una y otra vez daba pequeñas vueltas sobre su eje, jugando con los mechones ondulados de su pelo castaño. Juzgando su rostro. Buscando indicios de una papada. Se miró el trasero. Ah. Dylan nunca se lo había dicho a nadie, pero, ¿no era vergonzoso que su trasero fuera un poco más grande que la mayoría de las chicas del Instituto? A decir verdad, lo ponía algo incómodo.
Especialmente porque sus compañeros solían molestarlo por esto. Hasta que, un día, en el último año de secundaria, Kyle empezó a jugar con eso de bajarle los pantalones a todos, la típica travesura de imbéciles. Tampoco parecía valorar su vida, ya que se lo hizo también a Dylan, y sería redundante mencionar que, recibió una hermosa paliza que casi lo mandó a conocer a sus ancestros del más allá. Desde ese día, nadie se atrevió a molestarlo o hacer algo parecido de nuevo. ¿La violencia nunca es la solución? ¡Já! Entonces por qué siempre funcionaba tan bien.
En fin, Dylan se recordó que no había razón para obsesionarse tanto por su apariencia. Sólo iría a aquella discoteca donde lo habían atado a una ruleta gigante y casi pierde su cosa favorita de entre sus piernas por un cuchillazo que Will Solace había lanzado con escalofriante puntería. No es como si quisiera impresionar a alguien. Definitivamente no se cambió la camisa por un suéter azul esperando llamar la atención de cierta persona que amaba ese color.
Cuando salió de su habitación, se aseguró de cerrarla bien con llave y esconderla en su bolsillo. Dylan no recurriría a esto si no tuviera cuatro hermanos que les encantaba meter sus narices de sapo en sus cosas. Ejerciendo dominio solo porque sí, "No tienes derecho a la privacidad frente a tus hermanos mayores", dirían burlonamente cuando Dylan les reclamaba por desordenar todo su cuarto, mirándolo como si no estuviera hablando en serio. Como si nada de lo que dijera Dylan valiera la pena escuchar.
Los trillizos eran un verdadero grano en el culo, maldijo, mientras caminaba por el pasillo, pero al menos no tenía que preocuparse por...
—Hola, hermanito —aquella voz familiar, había hecho a Dylan detenerse de golpe, y alzar la mirada hacia el lugar donde, inesperadamente, se hallaba el primogénito de su padre, con los brazos recostados sobre la barandilla de madera y un cigarrillo entre los dedos. Una sonrisa bailaba sobre sus labios delgados—. Ha pasado un tiempo, ¿no es así?
Mike Thompson. Se veía un poco diferente de la última vez que lo había visto. Vivía la mayor parte del tiempo en el campus de su universidad, y solía visitarlos en algunas festividades. Algunas veces, optaba por quedarse a "estudiar" para sus exámenes de abogacía. Dylan apostaba que era todo menos por eso. De todos modos, en su interior, agradeció que fuera así. De sus cuatro hermanos, Mike era el que más lo ponía nervioso. Irónicamente, era el que mejor lo trataba. Sonrisas. Regalos. Halagos. Aún así, siempre que se encontraba a su alrededor, había algo que no podía poner en palabras, pero que lo ponía extremadamente inquieto.
Los demás eran unos cavernícolas pero eran tratables porque Dylan podía leerlos y entonces, manejarlos. Finch era un tarugo con un IQ de ochenta, muy cerca de un deficiente mental profundo. Como había sido el último de los trillizos en nacer, no era sorpresa que había tenido mala suerte en la repartición de neuronas. En los buenos días solía ignorarlo, en los malos solía acusarlo e insultarlo, y a veces sin razón aparente, despotricaba contra él sobre no respetarlo o burlarse de él, sobre que lo había mirado de mala manera cuando Dylan ni siquiera estaba pensando en él.