49. Los niños no se abrazan

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No me importa si duele

Lo pagaré con mi peso en sangre

Para sentir mis nervios despertar

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Su padre colocó una mano firme sobre cada uno de sus huesudos hombros, sosteniéndolo en su lugar para que no fuera capaz de voltearse, y obligarle a observar la escena delante de él: A su amigo, Yvyan, sujetado por su hermano, mediante una mano cruel en el cuello; mientras las lágrimas surcaban sus mejillas morenas como una cascada inagotable de infelicidad.

—Mi muchacho... — su padre empezó a hablar, se había agachado, y ahora sentía su pútrido aliento moviendo los mechones castaños de su pelo por encima de su oreja— escúchame con atención. No está bien visto, que los hombres anden solos por aquí y por allá, —hizo gestos con la mano al aire — muy juntos, dándose demasiados abrazos y esas mariconadas. ¿Te lo había dicho antes, no, mi niño?

Estaba parado, rígido, en medio de la sala de su casa; el lugar donde su padre decía que era el lugar perfecto para divertirse en familia. Dónde había videojuegos, bebidas, drogas, y mujeres disponibles; para que sus hijos jamás tuvieran nada por lo cual reclamar en la vida. Y allí estaba él, con once años, sobre el tapiz color café traído de Arabia; con la televisión prendida en una caricatura por encima de su cabeza haciendo ruido, y restos de pizza desperdigados en una caja sobre una pequeña mesita de madera.

Y él no se estaba divirtiendo.

Y su padre no se estaba divirtiendo.

—No es adecuado —continuó este calmado, cuando vio que su asustado hijo no contestaría— no es propio de un hombre. Y tú, mi hijo, eres un hombre. Mi mejor orgullo, además. Imagina el desagrado que sentí entonces, cuando Mike me lo contó...

—Dyl, dile — la voz de Yvyan brotaba estrangulada—. Solo explícale, solo dile...

—¿Decirme que?— su padre preguntó con frialdad.

Y él estaba hablando antes de poder evitarlo, las palabras brotando de sus labios como un géiser que parecían quemar y dejar en carne viva su garganta.

—Sólo estaba felicitándolo, padre, porque sacó buenas calificaciones, no hacíamos nada malo...

—Ya, ya, silencio, silencio—. Su padre ordenó, y él cerró sus labios de golpe. Delante de él, Yvyan no dejaba de temblar, viéndose decepcionado, y suplicándole con los ojos llenos de terror que hiciera algo pronto—. Está bien, hijo, no te preocupes. Yo sé, que no es tu culpa. Tú no eres el problema.

Entonces, la mano izquierda de su padre se levantó de su hombro e hizo un gesto desganado en dirección a Finch, uno que por desgracia, él ya conocía bastante bien. Finch sacó un cuchillo dentado del interior de sus jeans, de esos que hacen trizas incluso la carne más dura de la vaca y dejan el cuerpo irreconocible, y se lo pasó por el cuello de Yvyan con un rápido movimiento de su mano.

Y su amigo, con el cual creyó ingenuamente que formaría una amistad al menos, un tiempo relativamente largo; se desplomó sobre sus rodillas al instante, sus manos se dirigieron hasta su cuello en un reflejo inútil para detener la sangre que caía a borbotones sobre sus dedos, y manchaba su ropa y el suelo debajo de él; boqueó como un pez fuera del agua, la herida abriéndose y cerrándose como una ventana con el gesto, y luego, cayó sobre su costado aparatosamente, con burbujas de sangre formándose sobre sus labios.

Él se encontró así mismo inútil, sin poder gritar, sin poder moverse, o siquiera pestañear. Y lo único que su amigo pudo hacer mientras jadeaba salvajemente en el suelo, fue enviarle una última mirada llena de odio y terror, justo antes de morir, de forma completamente horrible. Los minutos pasaron borrosos en su mente, pero en algún momento después, notó a su padre colocarse delante de él y rodearle con una mano regordeta la nuca en un falso gesto cariñoso. Lo obligó a alzar los ojos, a mirarlo, mientras le decía:

No te escondas del Sol, AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora