Capítulo 11. La boda. Segunda parte

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La suntuosa cena que se celebró en la majestuosa propiedad de los Ardlay para conmemorar el matrimonio de Archibald Cornwell y Annie Brighton se extendió a lo largo de tres horas de deleite y esplendor.

Cada detalle del festín fue cuidadosamente preparado y presentado con exquisita elegancia. Los platos, dispuestos con maestría en fina porcelana francesa, brillaban bajo la suave luz de las lámparas de araña, mientras que la platería georgiana añadía un toque de distinción a la mesa. Las copas de cristal tallado, relucientes como diamantes, reflejaban el brillo de la velada, elevando aún más el ambiente de opulencia.

Durante la comida, los platos se sucedieron en una extravagante procesión de manjares, cada uno más exquisito y sorprendente que el anterior. Muchos de ellos eran alimentos exóticos importados especialmente para la ocasión, añadiendo un toque de distinción y refinamiento a la mesa. Desde la exótica sopa de tortuga, pasando por la cremosa crema de azafrán con vieiras y cigalas, hasta el delicioso foie gras de pato al higo y la refrescante langosta en vinagreta de cítricos, cada plato era una obra maestra gastronómica que deleitaba los sentidos de los comensales más exigentes.

Pero la verdadera sorpresa llegaba con los postres, donde la creatividad y la sofisticación alcanzaban su máximo esplendor. La Verrine con frutas exóticas ofrecía una explosión de sabores tropicales, mientras que el mango cremoso derretía los paladares en una ola de dulzura. La tarta de merengue de limón, tomillo y lima ofrecía un equilibrio perfecto entre lo ácido y lo dulce, mientras que el mille-feuilles y la madeleine de trufas desataban una sinfonía de sabores y texturas en el paladar de los afortunados invitados. 

Por supuesto, ninguna comida de esta magnitud estaría completa sin el acompañamiento perfecto de vino y champán francés. Las copas se llenaban y vaciaban a lo largo y ancho de las mesas, brindando un deleite adicional a los comensales y realzando aún más el ambiente festivo y sofisticado de la velada. Era una experiencia culinaria que quedaría grabada en la memoria de todos los presentes como un verdadero festín para los sentidos.

Cabe añadir que en ese momento la prohibición estaba en vigor, no obstante, la familia Ardlay había previamente abastecido sus reservas de licores, asegurando así el suficiente alcohol para sobrellevar las restricciones nacionales sobre bebidas durante años.

Tras concluir la opulenta cena, los invitados fueron gentilmente guiados al majestuoso salón principal. Para llegar a este, debían atravesar una serie de elegantes estancias, cada una más impresionante que la anterior, separadas por sólidas puertas de roble y pesadas cortinas de damasco. En la primera sala, los invitados se maravillaron con la magnífica colección de pinturas y esculturas de la familia Ardlay, cada obra de arte irradiando un aura de sofisticación y gusto refinado. Al salir de esa galería, ingresaban a una hermosa sala de estar turquesa, donde exquisitos sillones de estilo Louis XV, tallados en nogal y tapizados con brocado de seda de Beauvais, invitaban al reposo en medio de la opulencia.

Tras atravesar esta sala, los invitados llegaban a la última cámara, cuya tapicería azul imperial proporcionaba un telón de fondo majestuoso para las piezas centrales de la decoración. Un exquisito reloj de mercurio dorado y bronce se alzaba en el centro, flanqueado por dos candelabros de siete luces en bronce y esmalte azul, dispuestos sobre consolas de caoba y mármol blanco. Completaban el conjunto unas sillas de madera de sicomoro, con respaldo rectangular y tapicería de damasco color crema adornada con abejas doradas, cada detalle sumando una pincelada de lujo y distinción a la experiencia sensorial de los invitados.

En el centro de la estancia, una mesa de caoba cubana, majestuosa y pulida hasta el más mínimo detalle, se erigía como un símbolo de refinamiento y elegancia. Sus bordes estaban decorados con exquisitas palmetas, rosetones y anillos de bronce cincelado, cada detalle aportando un toque de opulencia a la atmósfera. Sobre la mesa, una exuberante composición de rosas rojas, frescas y radiantes, contrastaba de manera perfecta con el fondo de la tapicería azul imperial que dominaba la sala, creando un espectáculo visual digno de admiración.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora