Capítulo 18. En la galería. Primera parte

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Al llegar a la mansión, Albert y Patty se encontraron con un salón desierto. Tanto los señores Cornwell como los Brighton se habían retirado, y todos los habitantes del lugar estaban descansando en sus habitaciones, según les había informado un sirviente al llegar.

Los amantes se despidieron nerviosamente en el rellano de las escaleras. Albert, con un gesto suave pero firme, acarició la mano de Patricia antes de dejarla marchar, su mirada cargada de preocupación. Patricia, temblorosa, se encaminó hacia la habitación de Candy, decidida a ofrecer todas las explicaciones necesarias para calmar a su amiga y disipar su aparente enfado.

Con el corazón latiendo con fuerza, Patty anunció su presencia y, tras una breve pausa, entró en la habitación de Candy. La encontró sentada frente a su elegante escritorio de nogal, cubierto con una lujosa seda verde de Francia, aparentemente absorta en la redacción de una carta. La luz cálida de un aplique ornamentado, reflejada en un espejo dorado, proyectaba un aura dramática sobre la figura de Candy, que parecía envuelta en un mundo propio, distante y enigmático.

— ¿Te interrumpo, Candy? preguntó Patty en un hilo de voz, observando con cierta aprensión la esbelta figura de su amiga desde la puerta.

— No, para nada, respondió Candy secamente, sin voltear a mirarla, su voz carente de la habitual calidez que solía tener.

Patty, sintiéndose cada vez más intimidada, se acercó lentamente, como si temiera romper el delicado equilibrio de la habitación con su presencia. Se detuvo frente a la chimenea, contemplando los detalles del frontón con sus querubines juguetones y los arabescos de las pilastras, buscando desesperadamente las palabras adecuadas.

— ¿Necesitas algo, Patty? cuestionó Candy con la misma indiferencia, sin girarse, como si la correspondencia que estaba redactando absorbiera toda su atención y no quisiera ser interrumpida.

La extraña actitud de Candy desconcertó por completo a Patty, dejándola paralizada en medio de la habitación, con la mirada fija en la alfombra persa, incapaz de articular palabra alguna. El silencio se hizo más denso, casi opresivo, y la angustia de Patty creció con cada segundo que pasaba sin respuesta.

Finalmente, Candy se volvió para enfrentarla, y al ver a su amiga de pie junto al manto de la chimenea, con una expresión de profunda confusión y tristeza,  lista para romper en llanto, comprendió que su pequeña broma había ido demasiado lejos.

— ¡Oh, Querida! se apresuró a decir Candy, incorporándose rápidamente y acercándose a Patty para abrazarla con ternura, intentando disipar la tensión que había creado.

— ¡Perdóname, Candy! susurró Patricia, con lágrimas en los ojos, incapaz de sostener más la culpa que la consumía.

— ¡Oh, no, perdóname tú a mí, Patty! replicó Candy, con voz suave y arrepentida, sosteniendo a su amiga con cariño. —Quise hacerles una pequeña broma a los dos porque sospecho que me han estado engañando durante mucho tiempo, pero ahora veo que me he excedido. No quería hacerte sentir así, añadió, sonriendo con una mezcla de arrepentimiento y afecto al ver el rostro angustiado de Patricia.  

Candy continuo con sus explicaciones.

— Jamás pensé que pudieran creerme tan fácilmente, especialmente Albert—, admitió la rubia, aún más avergonzada al comprender que ambos habían tomado su enfado como algo real.

Patricia, aún con lágrimas en los ojos, buscó los de Candy con una mezcla de esperanza y duda.

— Entonces, ¿no estás molesta con nosotros? preguntó con cautela, su voz temblando ligeramente.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora