Capítulo 14. Entendimiento. Cuarta parte

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Cuando William Albert Ardlay entró al salón de Alice Berry, fue abofeteado por el calor de cien cuerpos, la mayoría ya transpirando alcohol.

No podía negar que reconocía algunas de esas caras; esa noche, en aquel salón, se encontraba reunida una buena parte de la nobleza de Chicago, una aristocracia nacida del dinero, la mayoría fortunas hechas por abuelos o bisabuelos que décadas atrás habían tenido un golpe de suerte.

Los observó por un momento a todos, estableciendo una distancia mental con ellos. Sus rostros lo decían todo. Los hombres y mujeres de aquella fiesta reflejaban el mal de la época: una ironía que carcomía el alma y envenenaba el corazón. Sí, él lo sabía bien, la mayoría de ellos ya no creía en nada.

Fue consciente de la opulencia decadente que impregnaba el aire. Las risas eran forzadas, los gestos exagerados, y las conversaciones carecían de auténtica alegría. Era un teatro de superficialidad, donde cada sonrisa era una máscara y cada palabra, una actuación.

Los recuerdos de tiempos más sencillos y genuinos lo asaltaron brevemente, pero los desechó con un suspiro. Sabía que no había lugar para la nostalgia en un mundo tan contaminado por la vanidad y el desdén. 

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Bañada por la lluvia de claridad dorada y rosa de las luces, Alice sonrió satisfecha al ver al apuesto William Albert Ardlay de pie en su glamuroso salón.

Sin dudarlo un solo segundo, se apresuró a recibirlo con su belleza fría, desfilando entre la lluvia de vestidos multicolores que se extendían a lo largo y ancho de la estancia. Avanzaba con gran autoridad, casi como si estuviera bailando, con aquellos tacones dorados que desafiaban el equilibrio y que solían volverla irresistible a los hombres.

A solo unos cuantos pasos del rubio, una sonrisa aguda, propia de una devoradora de hombres, se extendió por todo su rostro.

—¡Oh, señor Ardlay, ha decidido venir! celebró con voz seductora, ofreciéndole su coqueta mano.

El hombre asintió en silencio y paseó su mirada por el salón antes de posar sus ojos sobre la mujer.

—Llega usted muy tarde, amigo mío, indicó Alice, incómoda por el largo silencio que el magnate mantenía intencionadamente mientras la observaba fijamente.

—¡Qué chic! reflexionó Alice al contemplar su perfecto traje negro y la hermosa camelia roja que el hombre había puesto en su ojal. Su cabello, de un rubio apagado, estaba perfectamente peinado hacia atrás, y sus ojos azules como un día despejado la contemplaban con cierta curiosidad maliciosa.

—Me temo que llego un poco tarde. A decir verdad, me he decidido a venir en el último minuto, expresó Albert sonriendo de nuevo, haciendo que un pequeño hoyuelo apareciera en su mentón.

Esa nueva sonrisa del señor Ardlay deslumbró y entusiasmó a Alice por completo.

—¡Oh, él es realmente guapo, muy guapo! se dijo satisfecha, considerando que el hombre podría ser el adecuado para ella. Tuvo el insostenible deseo de acercarse un poco más a él y lo hizo sin reservas, ya que no era el tipo de mujer que se niega un placer cuando lo desea.

—Había dicho que no estaría presente en la ciudad, le reprochó Alice, observando sus ojos claros, lista para captar en ellos la mentira que formularía como pretexto.

—Y no lo estaba. He llegado esta misma noche de Nueva York. Estaba tan cansado que había desistido de venir a su velada; sin embargo, aquí me tiene, no he resistido la tentación, explicó Albert, recorriendo con ojos interesados el fastuoso salón donde un escándalo de risas y voces colmaba el aire.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora