Capítulo 11. La boda. Cuarta parte

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— ¿Eres realmente feliz? Preguntó Arthur con su voz profunda y acariciante. Sus ojos estaban enrojecidos y se veía cansado, como si estuviera luchando por conservar la cordura, aunque todo su cuerpo gritaba que tomara a la fuerza a aquella mujer que lo había destrozado.

Beatriz lo observaba fijamente, sintiendo la intensidad de su mirada mientras se refugiaba inconscientemente en el muro de la terraza cubierto de madreselva, buscando la protección de las sombras.

— ¡Muy feliz, querido! ¿Cómo no podría serlo? Susurró sin convicción, tratando de ocultar la agonía de su corazón.

Arthur insistió, con la voz estrangulada por el dolor: — ¿Lo amas entonces?

— ¡Naturalmente! Respondió Beatriz, con una sonrisa trémula en la boca, — como la esposa más devota.

Arthur luchaba para no enloquecer. Sus ojos viajaron de los labios de la mujer a las curvas sinuosas de su cuerpo. Quería atraparla en sus brazos y besarla hasta dejarla sin aliento, quería besarla de tal forma que ella suplicara por él. No obstante, no se movió, solo la contemplaba con una tristeza inconmensurable.

— ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué lo has hecho Beatriz? Sigo sin entenderlo, pensé que tú... creía que me querías, balbuceó sin fuerza, incapaz de contenerse.

Caminaba desesperado, alejándose para luego volver hacia ella con ojos suplicantes. Arthur estaba arruinado. Sentía caer sobre él una profunda tristeza como una lluvia melancólica y continua sobre la tierra.

— Querido, creía que habíamos terminado con las amonestaciones y los reproches hace mucho tiempo. Han pasado casi dos años, empiezas realmente a aburrirme, le reprochó Beatriz, tratando de sonar indiferente, pero la mano con la que sostenía su cigarrillo temblaba demasiado y su voz se escuchaba bañada por la falsedad.

Al escucharla, Arthur se detuvo atónito. La fatalidad lo devoraba y tuvo la sensación de que ella le arrancaba de cuajo el corazón. Su expresión ruinosa era tan desesperada que Beatriz estuvo a punto de abalanzarse hacia él y explicarle, pero, ¿qué podía decir ella para justificarse? No, no había manera de enmendar su error. Sabía bien que él no la perdonaría por su traición. Era preciso entonces alejarse. Era preciso que él la odiara, que él la olvidara.

Pálido como un muerto, lleno de ira, Arthur se acercó a la mujer hasta acorralarla contra el muro de madreselva. La observó con ojos inquisitivos. Ella parecía reposar en medio de un dosel de flores blancas y rosas, bañada por el aromático olor que despedían.

— ¡Me has hecho vivir un infierno! ¡Un maldito infierno! ¡Me has destrozado! ¡Por todos los mil demonios, eras mi prometida! Pero nada de eso te ha importado, ¿verdad? Cada día y cada noche que vivo es morir al recordar lo que me has hecho, quiero que no lo olvides nunca, susurró, acercándose peligrosamente a la joven.

Aunque deseaba odiarla, despreciarla, se sintió embriagado nuevamente por ella, y en medio de su debilidad, apoyó su mejilla contra la cabeza de Beatriz. Respiraba superficialmente, como si le faltara aire a sus pulmones. En un momento de incontrolable emoción, tomó su rostro en sus manos y la obligó a mirarlo, percatándose que la cara de la joven estaba cubierta de lágrimas. Un infinito deseo de consolarla se apoderó de Arthur.

— ¡Dios! ¿Qué me has hecho? Balbuceó con voz quebrada, posando su boca en las mejillas de Beatriz para bañar sus labios con el sabor salado de sus lágrimas. Ahora su dolor, su angustia se mezclaba con la pasión devoradora de tenerla cerca, muy cerca. 

Incapaz de contenerse, sus manos vagaron bruscamente por sus caderas y su boca acarició su cuello de besos.

— ¡No... no... para! Suplicó Beatriz sin darse cuenta que sus propias manos atraían desesperadas al hombre hacia su cuerpo.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora