Capítulo 23. Un destello de esperanza

871 58 62
                                    


— Señor, por favor, ¿puede ir un poco más rápido? Pidió Patricia al taxista, cada vez más nerviosa en su asiento, sintiendo el palpitar acelerado de su corazón en el pecho.

— Señorita, voy tan rápido como puedo. ¡Mire el tráfico! Ha estado nevando toda la semana. No va a llegar más pronto si tenemos un accidente primero, respondió el chofer, su voz resonando con un tono de advertencia por la impaciencia de la pasajera.

Patty intentaba escuchar al hombre tras el vidrio que los separaba, pero sus palabras se veían eclipsadas por su preocupación. Observó la avenida con inquietud. Era cierto, no valía la pena arriesgarse; la congestión vehicular era evidente, y las calles, cubiertas de nieve y lodo, ofrecían un panorama desafiante para cualquier conductor. El hielo en el pavimento complicaba aún más la situación. Sin embargo, esa tarde, la tormenta que había azotado a Chicago durante los últimos días había menguado, y solo unos diminutos y obstinados copos de nieve continuaban cayendo, como recordatorios persistentes de la naturaleza implacable del invierno.

Patricia se dejó caer en el asiento de cuero del vehículo y exhaló profundamente, permitiendo que la tensión abandonara su cuerpo por un breve instante. Con menos de 48 horas para partir rumbo a Inglaterra, la ausencia de noticias de Albert desde hacía más de un mes la abrumaba, avivando sus peores temores e inquietudes.

— Señorita, esta noche habrá tormenta; lo siento en el aire. A donde quiera que vaya usted esta tarde, es mejor que vuelva a su casa tan pronto como termine sus compromisos, se lo recomiendo, exclamó el taxista, casi gritando para que ella lo escuchara dentro del caos incesante de la calle.

— Sí, señor, le respondió Patty, mirando el cielo plomizo desde su ventana. A pesar de que solo eran las dos de la tarde, el día estaba tan oscuro que parecía ser la hora del crepúsculo.

La voz del hombre, que continuaba hablando y dándole algunas indicaciones, se perdía por momentos entre el ruido de las calles, los silbatos, los cláxones y los motores. Algunas carretas con caballos avanzaban más lentamente que el resto de los vehículos, añadiendo un toque de nostalgia a la escena, recordando épocas pasadas en contraste con la modernidad frenética que dominaba las calles.

En ese tiempo, aunque el automóvil era sin duda el medio de transporte incontestable de las masas, los carruajes seguían perdurando y continuaban siendo el modo de carga de los más pobres, mostrando la persistencia de una era anterior en medio del progreso vertiginoso de la sociedad estadounidense.

— Le digo, señorita, que deberían prohibir los caballos en las carreteras principales, al menos en las grandes ciudades. Esas bestias solo obstaculizan la circulación, se quejó el chofer, con frustración, al ver muy cerca de su vehículo un carruaje tirado por un viejo caballo de carga.

Patricia observó al pobre animal arrastrando como podía una carreta llena de cajas. Era desolador verlo luchar contra las ruedas atascadas en la nieve, convertida en una especie de fango de hielo compacto.

— Se lo dije, ahora el cochero va a tener que bajar y empujar. ¡Qué desastre! ¡Maldito animal! Manifestó el conductor, con desagrado, haciendo un chasquido con la lengua.

Patricia contempló de nuevo el triste panorama, estremeciéndose. El caballo, con su boca llena de espuma, relinchaba y se debatía con el peso, mientras que el cochero lo azotaba y trataba de empujar como podía la carreta. La escena, además de triste, resultaba desgarradora, despertando en ella una profunda sensación de impotencia ante el sufrimiento del animal.

La impactante escena llenó su corazón de una profunda tristeza, desbordándolo con emociones abrumadoras. Incapaz de soportar la desdicha que se desplegaba ante sus ojos, la joven no pudo contener las lágrimas.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora