Capítulo 16. La visita

1K 57 71
                                    

Finn Byrne era hijo de inmigrantes irlandeses originarios de las montañas de Wicklow. No era un hombre especialmente inteligente ni sabio; sabía leer, escribir y contar lo básico. Su figura era flaca y desgarbada, y, aunque su altura superaba la media, esto solo servía para que destacara de manera torpe en cualquier grupo. Su rostro estaba cubierto por una barba rojiza incipiente, mientras que su cabello, áspero como la paja, caía sin orden sobre su cabeza. La palidez de su piel, consecuencia de una anemia persistente, le confería un aspecto enfermizo que suscitaba una pena profunda en quienes lo miraban.

Finn se casó cuando cumplió los treinta años, una edad considerada avanzada para el matrimonio en su entorno. La mujer que eligió como esposa tenía cinco años menos que él, y, aunque ambos eran vistos como mayores para dar ese paso, se parecían tanto en su apariencia como en su carácter. Se movían con una lentitud casi contemplativa por la vida, tomándose su tiempo antes de hacer ese salto hacia la adultez plena.

Después de su boda, los Byrne se establecieron en un diminuto y lúgubre cuarto de madera, ubicado detrás de Halsted Street, en el barrio irlandés de Chicago. Allí vivieron durante seis años como marido y mujer, sin que Enya, la esposa de Finn, quedara embarazada. Este hecho era considerado inusual por quienes los conocían, pero el mundo en el que vivían era tan duro y desapasionado que el asunto no parecía preocuparles realmente, o al menos, eso era lo que todos pensaban. La pareja hablaba del tema con tal indiferencia que resultaba difícil discernir si el asunto les afligía o simplemente lo aceptaban como una carga menos en sus vidas austeras y miserables.

El humilde Finn Byrne se convencía a sí mismo de que no lamentaba la ausencia de hijos en su matrimonio con Enya, pero en el fondo, una herida insidiosa había comenzado a crecer dentro de él con el paso del tiempo. Cuando se permitía reflexionar sobre el asunto, esa herida en su corazón le provocaba una sensación de vacío, como si el aire le faltara de repente. No podía seguir engañándose: deseaba tener un hijo, un legado que dejara huella en el mundo después de su muerte. Sin embargo, Finn no era del tipo de hombre que revelara sus sentimientos, menos aún aquellos que consideraba una muestra de debilidad. En su realidad no había espacio para tales revelaciones; solo quedaba trabajar y esperar a que la naturaleza, en su capricho, obrara el milagro.

Tanto Finn como Enya habían comenzado a trabajar desde una edad temprana, apenas con diez años, en Fox and Company, en Union Stock Yard. Sus padres habían vivido y perecido allí, y Finn sabía, con una resignación silenciosa, que ese sería también su destino y el de Enya, sin esperar nada más de la vida.

Cuando era niño, el trabajo de Finn consistía en destapar los desagües de los mataderos con sus pequeñas manos y limpiar los desechos de las bestias, restos que no podían transformarse en productos para el consumo humano. Era un trabajo desagradable y agotador, pero Finn lo hacía sin queja, aceptando que ese era su papel en el mundo.

Al cumplir dieciséis años, cuando fue considerado lo suficientemente fuerte, Finn fue trasladado a un nuevo puesto en Fox and Company. Ahora su tarea era aún más brutal: debía sacar las entrañas aún humeantes de las reses. Durante más de una década, ese había sido su trabajo, repetido día tras día, de lunes a sábado, en un ciclo interminable de sangre y esfuerzo.

Enya, por su parte, trabajaba en la fábrica de conservas. Hasta que cumplió quince años, se encargaba de preparar las carcasas de reses enfermas, cortando centenares de kilos de carne desde el amanecer hasta la noche, y todo por la mitad del salario que ganaba un hombre. Sus manos se endurecieron pronto, pero Enya también aceptaba su destino con la misma resignación que Finn, sin quejarse, porque en su mundo la queja era un lujo que nadie podía permitirse.

La suerte de Enya mejoró ligeramente cuando, tras la muerte de una de las obreras en un trágico accidente, fue trasladada al taller de empaquetado de conservas. Por fin pudo dejar atrás el rudo trabajo de preparar carcasas, aunque el nuevo puesto no era mucho menos agotador. La vida de obrero siempre había sido dura, y tanto Finn como Enya aceptaban su destino sin grandes aspiraciones ni ilusiones de cambio. No eran revolucionarios que se rebelaran contra las injusticias ni se sentían lo suficientemente importantes como para imaginar que su suerte podría ser distinta. Se dejaban arrastrar por el sistema, tomando lo que podían cuando era posible, pero la mayoría de las veces, perdían más de lo que recibían. Así era la vida de los trabajadores en Fox and Company.

Un largo inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora