Yvelde pensó en el destino de su guerrero. Sabía que si aquella extraña asesina aparecía ante Tizen al otro lado del río el materializante tendría dificultades para sobrevivir, y sin embargo apenas podía permitirse el lujo de desatender la vigilancia de Pirfén y las afueras. Debían arriesgarse, todos ellos.
La Paladina de Acero miró el cielo del alba desde la plaza donde había ejecutado al asesino del emisario y recordó sus últimas palabras. «¡Ha traído la ruina a nuestro pueblo!» Aquella frase resonó en su mente como una trágica memoria. Ese día había esperado hacer entrar en razón a los ejércitos del sur... Solo ahora comprendía que ese asesinato no había sido más que una excusa para retomar el conflicto que el sultán tenía con su pueblo.
La comandante de Hilgar se incorporó y miró hacia la patrulla que la acompañaba, no podía ver sus rostros bajo los cascos de hierro, ni ver su reacción detrás de los tabardos azules, pero podía sentir su impaciencia; el temor a lo que estaba a punto de llegar a la frontera.
No había visto a Agiún desde que apareció en la taberna con el cuerpo del posadero la noche anterior, pero podía sentir su presencia y aunque había mostrado confianza al entender cómo funcionaba la habilidad de la misteriosa asesina, todavía no sabía cuántas copias inmunes al dolor era capaz de crear...
El ambiente de la pequeña población decayó a los niveles de un cementerio. Los aldeanos que quedaban eran ancianos que se habían negado a desaparecer de su pueblo y los últimos mercaderes ahora reunían sus bienes en carros tirados por caballos para escapar al norte.
—¡Capitana! —era Agida. La Paladina de Acero había separado a la joven elementalista de Tizen para cubrir más terreno en la desatendida población—. ¡Una flota viene desde Piriferas! ¡Decenas de barcos, quizá cientos! —exclamó.
Una profunda sensación de vacío se apoderó de sus entrañas.
—¿Del sur? —reunió el valor para preguntar sin titubear.
—No hay duda... Velas rojas y madera oscura... Barcos de Tirfen, estoy segura. —Explicó mientras luchaba por recobrar su aliento.
—Avisa a Tizen. —Yvelde ordenó inmediatamente a la joven—. Tenemos que abandonar el pueblo antes de que desembarquen.
La respiración de los soldados se aceleró, el ambiente de la plaza se transformó de inmediato en uno cargado de tensión y miedo.
—¡Como digáis! —el temor de la joven la hizo balbucear, era la primera vez que Agida veía el poder que un imperio enemigo podía emplear contra ellos.
La Paladina de Acero miró con urgencia a su guerrera, que corrió rápidamente hacia el este de la población, hacia el río de Duner, donde el materializante esperaba.
—Los demás, seguidme. —Su voz era estoica, su aspecto aún más. La armadura de acero que portaba había sido reforzada con todo su poder y su espada desenvainada desprendía un resplandor tan brillante como la luna a medianoche, que ahora se escondía en el firmamento con la llegada de los primeros rayos de sol—. Iremos a Hilgar cuando esos dos regresen...
La comandante podía sentir el sabor a metal con cada paso que daba hacia el borde de Pirfén, así como el silencio a su alrededor, solo roto por el roce entre las placas y las cotas de malla que sus guerreros portaban bajo sus telas azules.
Cuando recorrieron las solitarias calles de la diminuta población, el verde y pacifico paisaje que separaba las playas del golfo apenas llenó el campo de visión de la capitana. Yvelde solo podía ver los oscuros navíos con sangre por velas y la promesa de una lucha imposible de ganar...
—Santos elementales... —Fue lo único que dijo al ver la flota enemiga a meros minutos de tierra firme.
—Estarán aquí al amanecer... —Murmuró uno de los soldados.
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Crónicas de Viltarión I ‧ Canción de Piedra y Hierro
FantasiEn un mundo donde las personas pueden manipular los elementos a su merced, moverse distancias a la velocidad del relámpago y ser trastornados por una simple mirada, el conflicto crece por momentos. Elementalistas y materializantes buscan su lugar en...