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Abrí los ojos con la sensación persistente de la humedad del sueño aún sobre mis párpados, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros incluso antes de levantarme de la cama.

Fuera, la lluvia golpeaba el cristal de mi ventana con un ritmo constante y tranquilizador. Pero ese sonido, que a menudo encontraba reconfortante, hoy solo acentuaba mi inquietud.

Mi madre entró a la habitación, y con su rostro mostrando una mezcla de preocupación y cariño me dijo:

--Liam, es hora de levantarse... Tenemos que ir al pediatra-- me dijo con una voz suave pero firme.

Me encogí bajo las sábanas, deseando poder desaparecer.

Yo sentí un nudo en el estómago... No quería ir.

Hacía meses que no salía de casa a la ciudad, y el sólo pensar en ver a otras personas me provocaba miedo. La idea de enfrentarme al mundo exterior... me daba un miedo paralizante...

Sin embargo, mi madre no me dió opción.

Con un suspiro resignado, me levanto y me visto lentamente, cada movimiento mío cargado de desgano.

Por fortuna, mi mamá, comprensiva de mi estado, había llamado un taxi para evitar la caminata hasta la clínica.

Ambos entramos en silencio, mi madre saludando cortésmente al conductor, mientras que yo me acomodaba en el asiento trasero, evitando cualquier tipo de contacto visual.

Me mantuve callado, mirando cómo las gotas de lluvia corrían por el cristal. Mi madre le dió la dirección al conductor y el viaje comenzó.

Durante el trayecto, yo para distraerme, empañé la ventana con mi aliento y comencé a dibujar caritas felices en el vidrio.

Un pequeño intento de encontrar algo de consuelo en medio de mi incomodidad.

O quizás, era un intento de evadir la realidad de regresar a la clínica, un lugar que sentía como una prisión para "enfermos".

La clínica, un lugar que asociaba con la sensación de ser juzgado y diagnosticado, como si yo fuera un objeto defectuoso que necesitaba ser reparado.

Cuando llegamos, mi madre pagó el viaje, y me llevó de la mano dentro de la clínica.

La sala blanquecina estaba iluminada con luces brillantes que le cegaban, haciéndole sentir somnoliento y desorientado. Tuve que parpadear varias veces para acostumbrarme.

Me sentía abrumado y cansado, deseando poder dormir allí mismo y escapar de la realidad.

Mi madre fue a la recepción para confirmar mi turno, y luego nos fuimos a sentar en la sala de espera.

Movía inquietamente las piernas y mordía mis uñas, un hábito del que mi mamá me regaña siempre.

Ella trató de calmarme sugiriendo que me fuera a la zona de juegos, que leyera una revista o jugara con los Legos disponibles.