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La mañana del martes, James se despertó con su habitual sensación de pesar. Eran las siete de la mañana y ya estaba con los ojos abiertos, mirando el techo y preguntándose si tenía sentido ir a la escuela una vez más. Como viajarían la semana siguiente y ya no tendría que ir a clases por un largo tiempo, había tanteado la posibilidad de adelantar su ausencia unos días. Le planteó esa cuestión a su padre la noche anterior, con una negativa como respuesta.

Se sentó con parsimonia, deseando volver a dormir, y abrió la ventana. Esperaba ver la luz del sol, pero todo seguía en penumbras. Ya eran las 7:30 cuando, luego de vestirse, se fue a desayunar al comedor. Esta mañana tendría que desayunar solo, ya que Angus se había ido al trabajo antes de lo normal para resolver unos asuntos relacionados con sus clases. Antes de probar bocado, desparramó sobre la mesa sus libros y cuadernos. Se le había olvidado terminar unos ejercicios de matemáticas así que decidió hacerlos, aunque sin ganas. Tratando de coordinar entre beber de su taza y escribir, logró terminar gran parte.

Como se le hacía tarde para la escuela, James guardó sin ningún cuidado los útiles y libros en su maletín. Tras corroborar que no le faltara nada, se abrigó y salió corriendo hacia el colegio. En el camino recordó que no se había arreglado el cabello, así que hizo un torpe intento de usar su mano libre como peine. Iba tan preocupado por llegar tarde que no vio que uno de los adoquines estaba salido, por lo que tropezó y estuvo a punto de caerse. Dio un par de saltos y se tambaleó hasta que pudo recuperar el equilibrio. Un par de mujeres vestidas de forma elegante lo vieron e hicieron una exclamación de espanto. Él hizo una mueca de disgusto y siguió su trote, prestando más atención a donde pisaba.

Por fin, pocos minutos después, llegó a la escuela. Justo en ese momento sonaba la campana, lo cual lo tranquilizó. Jóvenes de entre doce y veinte años deambulaban por el amplio jardín que había en la entrada del edificio, pero muy pocos se levantaban para ir a clase. James los miraba con indiferencia, sin desear llamar la atención de nadie. Un hombre bajito y canoso salió como un rayo, gritándoles a los estudiantes que ya debían entrar. El chico no se distrajo y entró al gran salón de la escuela. Siguió por un largo pasillo hasta donde se encontraba su clase, y entró. Allí sólo había dos de sus compañeros, que lo saludaron con un leve movimiento de cabeza. Mientras esperaba a que llegara el profesor, abrió su cuaderno de dibujos y se entretuvo esbozando un barco en un mar tormentoso.

Al poco tiempo empezaron a entrar los otros jóvenes. Como siempre, él no levantó la vista y siguió inmerso en su cuaderno. De pronto, sintió un golpe en la nuca, y se giró para ver qué ocurría. Detrás de él había un chico corpulento, con cara desafiante.

— ¿Qué estás haciendo, Edwards? ¿De nuevo con tus dibujitos? —espetó el chico con tono amenazador, inclinándose sobre James.

Él ni siquiera lo miró ni le respondió.

—Te hice una pregunta, idiota —bramó el matón, dándole otro golpe en la nuca.

James se volteó lentamente y se limitó a fulminarlo con la mirada.

Furioso, Boyd soltó un bufido y arrojó el cuaderno de James hacia el otro lado del aula. Este se puso de pie y fue a buscarlo, acostumbrado ya a este tipo de ataques. Sabía que responder a las provocaciones no le iba a hacer ningún bien, así que lo mejor era soportarlo en silencio.

Pasaron las horas y Boyd no volvió a molestarlo. Pudo prestar atención a las clases, e incluso el profesor de historia lo felicitó por su redacción sobre la antigua Grecia. Sin embargo, la escuela era el último lugar en el mundo donde quería estar. Boyd no era la única razón de eso. James sentía que nadie de allí lo entendía, y por eso sufría mucho cuando llegaba el momento de relacionarse con el resto de sus compañeros. Solamente el hecho de hacer un trabajo con otro le provocaba una ansiedad extraordinaria.

La Isla de los CristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora