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El día siguiente llegó como baldazo de agua. James casi tuvo que rogarle a Edgard que los dejara acompañarlos hasta la playa, para despedirse de su padre. El guía le había consentido, pero con la condición de que serían escoltados por un marinero a su regreso. Y les advirtió que ni siquiera se les ocurriera entrar a la selva.

Aunque tenía pocas perspectivas de salirse con la suya, el muchacho se preparó de todos modos un pequeño bolso. Si lograba distraer a su vigilante, se escabulliría en la jungla junto a Margaret. Explorarían un rato, comerían algo y volverían con cara de arrepentidos. Probablemente los reprenderían, pero valdría la pena. Al menos ni su padre ni Edgard estarían a bordo para castigarlos, y a Arkan no parecía importarle mucho el bienestar de los jóvenes.

Tan temprano como en el día anterior, todos subieron a cubierta para abordar los botes. Esta vez llevaban un cargamento bastante mayor, compuesto en su mayoría por víveres y elementos de acampar. Todas esas cosas se acomodaron en un bote junto a cuatro marineros, mientras el resto se ubicó de nuevo en tres botes. Bajaron las embarcaciones al agua y emprendieron la remada hacia la playa. Minutos después, todos pisaban sin vacilación la superficie arenosa.

Luego de descargar el equipo sobre la playa, Edgard asignó a cada uno lo que debería llevar. James y Margaret se sentaron sobre unas rocas cercanas, contemplando el movimiento de los demás en silencio. Al chico lo embargaba una gran melancolía, ya que se vería separado de su padre y sus amigos por varias semanas. Al menos la presencia de la joven lo consolaba porque, aunque solo hacía dos meses que la conocía, le había tomado un gran aprecio.

— ¿Crees que les irá bien? —le preguntó James a Margaret sin dejar de mirar al grupo.

—Por supuesto que sí. Eso espero —contestó ella con la voz entrecortada por la duda, y evitando mirarlo.

El muchacho intuyó el pensamiento de Margaret: aunque Edgard conociera el camino, quizá las cosas en la isla estaban mal y él no lo sabía. La expedición podría salir tanto bien como mal. Sin poder esfumar ese pensamiento, James tragó saliva con fuerza.

Los dos jóvenes se quedaron un largo rato en silencio. Para no quedarse estancados siempre en el mismo lugar, decidieron levantarse y caminar por los alrededores. Se detuvieron al notar tres siluetas que se acercaban. A la distancia suficiente, vieron que eran Angus, Ágatha y Jeff. Los hombres cargaban en sus espaldas grandes mochilas, y la mujer una mochila más pequeña con sus cosas.

—Supongo que mi padre viene a decirme adiós —dijo James lanzando un suspiro y comenzando a caminar hacia él. Margaret se quedó en el lugar porque no quería estorbar la despedida.

—James, al fin te encontramos —exclamó Angus, a pocos pasos del chico—. No pensé que se irían tan lejos.

—Lo siento, no queríamos molestar —se excusó el joven. Su padre le sonrió, mostrando que no era su intención reprenderlo.

—Ya estamos por irnos. Mientras Edgard termina de acomodar a los demás, decidimos venir a saludarlos —el hombre dirigió una mirada hacia donde estaba Margaret, varios metros hacia adelante—. ¿Por qué Margaret se quedó allí sola?

—No lo sé —dijo el chico, recién dándose cuenta de su ausencia. Se giró y le hizo una seña a la joven para que se acercara. Ella reaccionó enseguida y acudió a ellos trotando.

—Los vamos a extrañar mucho —dijo Ágatha con cariño.

—Nosotros también. Todavía lamento no poder ir con ustedes —respondió James con un nudo en la garganta.

—Por favor, cuídense —dijo Angus, apoyando la mano en el hombro de su hijo—. Y tú, Margaret, cuida que no cometa ninguna locura —añadió, guiñándole un ojo.

La Isla de los CristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora