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Cuando el Inventor retiró una vieja sábana de sobre lo que parecían muchas cajas apiladas, todos quedaron mudos del asombro. Ninguno de los tres había tenido altas expectativas cuando les dijo que tenía un innovador medio de transporte, pero cambiaron de opinión al ver lo que había bajo la sábana. Allí, en el pequeño cobertizo detrás de la cabaña, se erguía orgulloso un rudimentario vehículo que parecía una montonera de cachivaches. Estaba formado por una caja rectangular de madera, de unos dos metros de largo por uno de ancho, y por seis ruedas como las de un carruaje solo que más pequeñas y anchas. Adentro de la caja había cuatro asientos con un polvoriento y ajado tapizado, sin duda sillas recicladas, y adelante se alzaba una especie de podio con un timón muy similar al de un barco. En la parte trasera del vehículo había una caja más pequeña con un receptáculo de vidrio, del que salían dos mangueras que iban a parar abajo, a la zona de los ejes, donde se conectaban a un singular artefacto lleno de engranajes, tornillos y partes irreconocibles.

— ¿Qué rayos es esto? —preguntó Angus, pensando que se trataba de una broma de mal gusto.

Theodore le dirigió una mirada asesina, disgustado por la falta de respeto a su invento.

—"Esto" se llama carro mecánico. Como verán no tiene enganche para caballos ni nada que tire de él. Marcha por sí mismo —explicó, limpiando la máquina con un plumero.

—No comprendo —repuso Ágatha—. ¿Cómo es que funciona sin animales que lo impulsen?

—Ese aparato extraño que ven abajo está conectado a los ejes de las ruedas traseras y medias, de modo similar a una locomotora. Puede correr a una hermosa velocidad máxima de cuarenta kilómetros por hora.

— ¿Y con qué combustible se impulsa? ¿A vapor? —quiso saber Amanda, que se había puesto en cuclillas a observar la máquina.

—No, ni a vapor ni a cuerda. Uso el líquido de los cristales, es magnífico y dura más.

Theodore se ubicó en la parte delantera del vehículo y tomó una gruesa soga que estaba amarrada a este.

—Ven Angus, ayúdame a moverlo hacia el campo.

El hombre obedeció sin chistar, y juntos llevaron el pesado carro hacia la explanada. Al llegar, Theodore corrió a la cabaña y volvió tambaleándose con un gran bidón negro de lata. Abrió la tapa del recipiente de vidrio del vehículo y le echó el contenido del bidón, llenándolo del famoso líquido violáceo. Después de comprobar que todo estuviera en regla, se metió adentro del carro y se paró frente al timón.

— ¡Suban! Daremos un paseo para que se adapten —ordenó dirigiéndoles una mirada traviesa.

Angus, Amanda y Ágatha se treparon al vehículo con desconfianza, la cual se acrecentó cuando se sentaron en los tambaleantes asientos. Se aferraron con uñas y dientes a donde podían, temiendo que todo se desarmara en cuanto avanzaran un metro. Theodore se calzó sus antiparras y comenzó a girar una manivela que estaba detrás del timón. Cuando esta llegó al tope, comenzaron a oírse unos sonidos metálicos. Los chasquidos se hicieron más frecuentes hasta que las ruedas comenzaron a girar, primero con lentitud y luego a una velocidad media. El aparataje se deslizaba a la perfección sobre el suelo, casi sin sentir la resistencia de la hierba. Theodore conducía el timón de forma digna de un marino, y cada tanto accionaba una palanca a su derecha que variaba la velocidad. Los tres pasajeros se fueron calmando de a poco, hasta que lograron disfrutar del paseo. Dieron una vuelta completa antes de regresar a la cabaña, donde descendieron al suelo de un salto.

— ¿Y? ¿Qué opinan? —preguntó el Inventor dándole unos golpecitos a su carro mecánico.

—No está mal. Confío en que nos llevará a destino —afirmó Angus, con una media sonrisa.

La Isla de los CristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora