Dos horas después de una ardua marcha a través de la selva, Grethel y Arkan pararon a descansar. La joven se dejó caer sobre una roca baja y chata, indiferente de si había insectos o suciedad. Su padre le pasó una cantimplora, esta vez ella la aceptó y bebió con entusiasmo. Luego de hidratarse se sintió un poco mejor, aunque los ojos se le cerraban solos por el sueño. A cada rato sentía la tentación de preguntarle a Arkan si les faltaba mucho, pero algo le decía que no serviría de nada. Ya lo había intentado al principio, pero como respuesta sólo recibió una mirada de fastidio.
—Levántate, debemos seguir viaje —ordenó Arkan minutos después.
La chica le obedeció sin decir palabra, aunque estaba muy cansada. Los músculos le las piernas le dolían y el sueño la había debilitado. El calzado que llevaba tampoco era el más adecuado, ya que otra vez se había olvidado de ponerse las botas. Aunque se sentía desfallecer, retomó la caminata como si fuera una autómata, concentrada solo en seguir a su padre.
El amanecer llegó justo cuando comenzaron a ver indicios de los nativos. Pasaron por algunos sembrados pequeños, que descansaban junto a cabañas que supuso eran graneros o despensas. También vieron algunas zonas donde los árboles habían sido talados, y los troncos apilados en desorden junto a sierras y hachas. Grethel agradecía tener ahora un poco de luz, ya que la ayudaba a despabilarse y a ser optimista.
Por fin, media hora después, llegaron a un extenso muro de piedra. Era una edificación bastante desprolija, con muchas piedras salientes y puntiagudas. A Grethel le pareció que destilaba maldad, y que no le gustaría lo que se encontrara tras esos muros. Pero ya era tarde para echarse atrás. Con paso decidido, Arkan se acercó a un gran portón de madera astillada custodiado por cuatro nativos. Esos seres la intimidaron aún más que la muralla. Eran hombres muy feos, corpulentos y con pelo bastante largo lleno de trenzas y adornos de mal gusto. Quien los viera pensaría que acababan de rodar por una cuesta llena de espinos, piedras y huesos.
Luego de intercambiar unas palabras con uno de los guardias, Arkan le indicó a Grethel que lo siguiera. Una gran cantidad de chozas y edificios amontonados les dieron la bienvenida. Había pocas personas en las callejuelas que serpenteaban entre las construcciones, ya que la mayoría no se despertaría hasta dentro de dos o tres horas. Una anciana de aspecto grotesco, con el labio inferior partido, les echó una mirada asesina. Grethel sintió la necesidad de que alguien la abrazara, pero abandonó la idea al recordar que con su padre jamás pasaría eso. Y ella tampoco lo deseaba de él.
Saltando charcos de colores agrios avanzaron hacia la plaza central. Esta era un poco más bonita que el resto de la ciudad, porque por lo menos tenía algunos árboles y plantas, y una especie de escenario hecho de piedra. Frente a la plaza se alzaba un edificio que contrastaba con el resto, ya que parecía una fortaleza medieval. Subieron los ocho escalones que tenía la entrada, y se quedaron en el pórtico, frenados por la imponente presencia de un guardia. Este no era como los demás. Les pasaba por lo menos dos cabezas de altura y sus hombros eran tan anchos que su cabeza parecía diminuta. Su cara era feroz pero más agradable que la de los vigilantes de la muralla, y sus cabellos estaban mejor cuidados. Grethel se lo imaginó bien aseado, con el pelo corto y con traje, y le pareció que sería muy guapo. Rió en su mente por la ocurrencia, y se alegró por estar tomando las cosas con más humor.
—Vengo a ver a Clément. Dile que traigo noticias —le dijo Arkan al guardia de forma seca. El nativo asintió y se metió adentro. A los pocos segundos volvió y, con un gesto, les indicó que entraran.
Grethel entró primero con paso vacilante. Su padre la apartó de su camino con una suavidad que a la chica le pareció tosca. Luego desapareció de su vista, apurado como estaba por hablar con ese tal Clément. Por primera vez desde que abandonaron el barco, Grethel se preguntó qué sería de ella a partir de ahora. Su principal objetivo al acompañar a su padre no era ayudarlo, sino aprovechar la ocasión para buscar a James y Margaret. Con ese pensamiento despertándole la mente, decidió salir. No soportaba estar un minuto más entre esa gente desagradable, lo cual incluía a Arkan. Salió de la casa como si estuviera llena de gases tóxicos, y se fue a la plaza. El guardia ni se inmutó al verla dejando el lugar, pero la vigilaba de reojo. La chica se sentó en un destartalado banco y trató de pensar qué hacer. Estaba desesperada por irse, pero tampoco podría hacerlo así sin más. También tenía muchísimo sueño y hambre, y no sabía dónde tenía que ir. Le resultaba incómodo pensar mientras el bestial guardia la observaba, así que salió a caminar por los alrededores. Apenas salió de la vista del hombretón comenzó a tener miedo de que alguien le hiciera daño, pero alzó la cabeza y se paseó como si fuera la dueña del lugar. Ese método pareció funcionar, porque apenas le dirigieron unas miradas de odio y algún murmullo por lo bajo. Llegó a un lugar que parecía un mercado, lleno de cestas con frutas y carne. Las moscas revoloteaban por todos lados, excitadas por el olor a podrido. Dos mujeres pregonaban sus productos en su propio lenguaje, cuya cantinela, para asombro de Grethel, no difería mucho de los vendedores ambulantes de su barrio. Se quedó allí un rato, pero al final el desagradable olor, el cual no distinguía si era de la carne podrida o de las mujeres, la hizo abandonar el lugar.
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La Isla de los Cristales
AventuraA finales del siglo XIX, un grupo de académicos es sorprendido por una misión atípica: tendrán que dejar sus cómodos trabajos en la universidad para explorar una isla lejana y desconocida. Sin embargo, desde el principio tienen sospechas de que no t...