Tercera Parte: La Isla

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El día había llegado. Afuera del barco ya se percibía un poco de claridad, pero el camarote de Ágatha seguía oscuro. De a poco la mujer comenzó a sentir ruidos, lo cual significaba que todos se estaban levantando. La atmósfera se notaba cargada de ansiedad, ya que los pasos retumbaban uno tras otro a través de la madera. La botánica se obligó a levantarse, no solo porque el ruido le impedía seguir durmiendo un rato más, sino también porque su estómago le reclamaba el desayuno. Prendió la lámpara que tenía al costado de su cama y comenzó a cambiarse. Como ese día irían a explorar, tuvo que modificar su vestimenta habitual. Se puso unos pantalones de tela gruesa y calzó sus pies con un par de botas. Completó el atuendo con una camisa y una chaqueta.

La noche anterior había preparado su mochila con todo lo que iba a necesitar para la travesía más larga, pero este día llevaría un bolso pequeño porque no irían muy lejos. Así que, luego de tomar el bolso y corroborar que no le faltaba nada, se fue al comedor.

Cuando todos terminaron de desayunar, Edgard les anunció que era la hora de partir. Juntaron las cosas que iban a necesitar y aguardaron en la cubierta a que él se les sumara, ya que se había demorado al explicarle algunas cosas a Arkan.

— ¿Estás preparada? —le preguntó Angus a Ágatha con una media sonrisa.

—Por supuesto —respondió dirigiéndole una mirada cansada—. Aunque hubiera preferido dormir un rato más.

—Igual yo. ¿Qué hora será?

—No lo sé, tú eres el amante de los relojes— contestó la mujer. Angus rebuscó en el bolsillo de su chaqueta hasta dar con el objeto.

—Van a ser las seis. Recién se está asomando el sol.

Ágatha asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Su rostro se quedó en blanco hasta que llegó Edgard. No había nada que opacara tanto el carácter enérgico de la mujer como tener pocas horas de sueño.

—Muy bien, todos súbanse a los botes. Solo usaremos tres, así que deberán ubicarse ahorrando espacio —ordenó. Los miembros del DDI le hicieron caso de inmediato, repartiéndose más o menos igual en cada bote.

Tres personas llegaron corriendo justo cuando todos estaban terminando de subirse. Eran James, Margaret y Grethel, y esperaban conseguir un lugar a tiempo. El chico se encontró con su padre, quien le dijo que quedaba un lugar libre. Buscó en los otros botes y pudo conseguir también para sus amigas.

Por fin, cuando todos estaban listos, Edgard se subió a un bote y dio la orden de que los bajaran. La isla se veía ya muy bien, pese a que todavía no había tanta luz. La gran cantidad de tonalidades de verde que tenía, más algunos salpicones de otros colores vibrantes, la hacían ver hermosa y exótica.

Cuando los botes se asentaron en el agua, James quiso gritar de la emoción. Ya se le había pasado bastante el sentimiento del día anterior y estaba dispuesto a disfrutar al máximo del momento.

Tardaron diez minutos en sortear los doscientos metros que los separaban de la playa. El último envión les fue proporcionado por una gran ola, que los depositó en la blanca arena. Algunos marineros se bajaron enseguida y amarraron los botes con estacas que clavaron en el suelo. Sin embargo, los demás se quedaron petrificados ante la visión de la isla. Aunque en un principio no difería de cualquier playa o selva que hubieran visto antes, tenía algo que la hacía ver deslumbrante. Decenas de flores de distintos colores y tipos formaban grupos que cortaban el eterno verde de las hojas. Y los sonidos que venían desde el interior de la selva se mezclaban con el incesante murmullo del mar. Era algo asombroso.

— ¡Vamos! ¿Qué esperan? —exhortó James dando un salto del bote. Se mojó las botas cuando los restos de una ola lo alcanzaron, pero no lo notó porque salió corriendo hacia el centro de la playa.

La Isla de los CristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora