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— ¡Despierta, dormilona! ¡El desayuno está servido! —exclamó James dándole unas palmaditas a Margaret.

—Hmmm —gruñó ella, dándose la vuelta hacia el otro lado. El chico tiró de la manta, pero Margaret se la arrancó de las manos y se cubrió la cabeza.

—Vamos, debemos comer así seguimos viaje —insistió. Al no oír respuesta favorable, se encogió de hombros y se fue a comer solo.

Luego de comer con aprensión un plátano demasiado verde para su gusto, Margaret hizo su aparición y se sentó frente a él. Su cabello estaba sin arreglar y bastante enredado, pero eso no parecía molestarle. James contuvo una carcajada al notarle algunos restos de pasto sobre la cabeza. Miró hacia otro lado para disimularlo, pero ella lo descubrió.

— ¿Qué sucede? —preguntó con sospecha mientras masticaba.

—Nada, no te preocupes.

—Sé que te reíste de algo. De mí, seguramente —observó enarcando una ceja. James se largó a reír por fin, sin poder resistirse a esa mueca característica de Margaret.

—Lo siento —dijo el chico luego de calmarse—. Te ves cómica.

— ¿Por qué?

—Tienes el pelo lleno de pasto —dijo y volvió a tener un acceso de risas. Margaret sonrió y se quitó con la mano las hebras que surcaban su cabeza.

—Bueno, estamos en la selva. No creo que la reina Victoria esté de paseo por aquí como para preocuparme demasiado por mi aspecto.

Entre risas y comentarios burlones sobre el aspecto del otro, terminaron de comer. Mientras guardaban las sobras y amontonaban los desperdicios, Margaret habló de nuevo, pero con voz seria y preocupada.

—Deberíamos idear algún plan, al menos para sobrevivir a corto plazo. No quisiera que anduviésemos errantes por estos lugares llenos de alimañas.

—Tienes razón —afirmó James, cerrando su bolso, que ya estaba cargado al tope—. Opino que primero busquemos una fuente de agua dulce. El río al que fuimos ayer parece de fiar.

—El problema es encontrarlo —opinó Margaret—. Aunque quizá los que viven aquí nos pueden ayudar.

—Pero si no hemos encontrado a nadie aún —dijo extrañado por la idea de la chica.

—No hablaba de personas, sino de los animales. Ellos tienen que beber de algún lado, ¿no? Quizá las aves nos guíen hacia donde está el agua.

James asintió en silencio, convencido por la aclaración de Margaret. Acordaron avanzar siempre hacia el norte, observando muy bien los alrededores para encontrar indicios de que el río estaba cerca.

Luego de apagar los restos de la fogata, los jóvenes reemprendieron el viaje. Caminaban con energías renovadas, aunque estaban algo maltrechos por la incómoda posición para dormir. Saltando piedras y pozos, y evitando las zonas donde la selva era demasiado espesa, franquearon una buena parte. Iban renovando víveres durante la marcha, y paraban a descansar un momento cada cosa de una hora. Cuando llegó el mediodía se detuvieron a almorzar. Al abrir el bolso, James tuvo que deshacerse de una parte de la comida porque habían entrado muchas hormigas.

—Lo que nos faltaba, que además de todos los mosquitos que nos picaron anoche, también nos mastiquen estos bichos —se quejó el chico, sacudiendo la mano para quitarse unas hormigas que se le habían subido. Margaret lo ayudó sacándole unas que andaban errantes por su espalda.

Continuaron caminando por dos horas más, hasta que comenzaron a oír a lo lejos un coro de pájaros de especie desconocida. En ese momento dejaron de guiarse por el sol, haciéndolo ahora por sus oídos. Cada vez se distinguían mejor los cantos de las aves, comenzando a diferenciarse unos de otros.

La Isla de los CristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora