— ¡Puaj, qué asco! —exclamó Ágatha escupiendo y tosiendo—. ¿No podrías haberle puesto una tela mosquitera a tu cachivache, Theodore?
El hombre se volteó unos segundos para ver cómo la mujer espantaba a los insectos con la mano, errándole a la mayoría. Lanzó una breve carcajada que enojó aún más a Ágatha.
—Lo siento, este carro es sólo un prototipo. Pero lo tendré en cuenta para futuras versiones —dijo volviendo la vista al frente.
—Tranquila, al menos eso quiere decir que vamos rápido —dijo Amanda, quien se había sentado de espaldas para evitar el enjambre de pequeñas moscas.
—Hablando de rapidez, ¿sabes cuánto falta para llegar? —quiso saber Angus, quien no se había quejado en ningún momento.
—Pues... si lo que veo en el mapa es correcto... —dijo el Inventor consultando un ajado mapa que sostenía abierto sobre el timón— no lo sé.
— ¿Cómo que no lo sabes? ¿No has ido nunca a la aldea kozuga? —inquirió el hombre comenzando a desconfiar.
—No —confesó Theodore, un poco avergonzado—. Pero creo que vamos bien.
Notando que la furia de Angus comenzaba a aflorar, aunque hacía un esfuerzo sobrehumano por contenerla, Ágatha decidió intervenir.
— ¿Por qué no nos detenemos a descansar un momento? Hace casi dos horas que estamos viajando sin parar.
Theodore no puso objeciones, así que estacionó torpemente su carro mecánico y ordenó a todos que descendieran. Mientras Angus, Ágatha y Amanda estiraban las piernas, el Inventor se puso a revisar el vehículo. Estaban ya por salir de la zona montañosa, pero aún podía verse parte de la isla desde las alturas. En esa parte no había tanta vegetación como más abajo, los árboles eran más pequeños pero sí había muchos arbustos y plantas enormes. El grito ronco de un mono cortó la atmósfera de paz, y le siguieron varios gritos similares que resonaban como ecos.
—Parece que algo ha espantado a los monos —observó Amanda mientras le quitaba la piel a un mango con su navaja.
— ¿Ah sí? —dijo Ágatha, distraída.
—Sí. Son gritos de alarma, para avisarle al resto del grupo. Por lo visto es una amenaza bastante grande. No creo que sea un depredador, ya que los pocos que he visto de tamaño considerable son nocturnos en esta zona —añadió la zoóloga, dándole luego una delicada mordida a su fruta.
— ¿Qué puede ser, entonces? —quiso saber Angus, aunque tenía una leve sospecha.
Luego de masticar y tragar el bocado, Amanda arrojó la cáscara de la fruta.
—Cazadores, o al menos un grupo de personas que no se molestan mucho en ser sigilosos.
—Entonces hay personas cerca —concluyó Angus. Amanda le respondió afirmando con la cabeza. Luego siguió comiendo su mango como si nada.
Sin quedarse tranquilo con la respuesta, Angus acudió a Theodore para comentarle su preocupación. Este lo escuchaba, no muy atento, mientras estaba echado de costado junto al carro, engrasándolo y ajustándolo. Cuando el otro ya estaba impacientándose por la poca atención que se le daba, el Inventor se puso de pie y se limpió la grasa de las manos en los pantalones.
— ¿Me has escuchado? —inquirió Angus con los brazos cruzados.
—Por supuesto. Estoy entrenado para hacer varias cosas a la vez —dijo Theodore con orgullo—. No tengo conocimiento de que a los kozuga les guste cazar monos, y sé que a los corbes ni se les ocurriría hacerlo. No te alarmes demasiado, estoy seguro de que lo que sea que haya espantado a esos animales no es una amenaza para nosotros. Relájate un poco.
ESTÁS LEYENDO
La Isla de los Cristales
AventuraA finales del siglo XIX, un grupo de académicos es sorprendido por una misión atípica: tendrán que dejar sus cómodos trabajos en la universidad para explorar una isla lejana y desconocida. Sin embargo, desde el principio tienen sospechas de que no t...