Gigantes

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Nora:

—Chicos —dijo Hermione, y se apartó del negro cristal de la ventana salpicado de nieve. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro—. Hagrid ha vuelto.

Salieron por la abertura del retrato y se apresuraron a cubrirse con la capa; Ron había crecido tanto que ahora tenía que encorvarse para que no le asomaran los pies por debajo. Bajaron despacio y con cuidado las diferentes escaleras, y se detenían de vez en cuando para comprobar, con ayuda del mapa, si Filch o la Señora Norris andaban cerca. Tuvieron suerte: no vieron a nadie más que a Nick Casi Decapitado, que se paseaba flotando y tarareando distraídamente «A Weasley vamos a coronar».

Cruzaron el vestíbulo con sigilo y salieron a los silenciosos y nevados jardines. A Nora le dio un vuelco el corazón cuando vio unos pequeños rectángulos dorados de luz y el humo que salía en espirales por la chimenea de la cabaña de Hagrid. Bajaron emocionados por la ladera, donde la capa de nieve cada vez era más gruesa, y por fin llegaron frente a la puerta de madera de la cabaña. Harry levantó el puño y llamó tres veces, e inmediatamente se oyeron los ladridos de un perro.

—¡Somos nosotros, Hagrid! —susurró Harry por la cerradura.

—¡Debí imaginármelo! —respondió una áspera voz. Los cuatro amigos se miraron sonrientes debajo de la capa invisible; la voz de Hagrid denotaba alegría—. Sólo hace tres segundos que he llegado a casa... Aparta, Fang, ¡quita de en medio, chucho! —Se oyó cómo descorría el cerrojo, la puerta se abrió con un chirrido y la cabeza de Hagrid apareció en el resquicio. Hermione no pudo contener un grito— ¡Por las barbas de Merlín, no chilles! —se apresuró a decir Hagrid, alarmado, mientras observaba por encima de las cabezas de los chicos—. Lleváis la capa ésa, ¿no? ¡Vamos, entrad, entrad!

—¡Lo siento! —se disculpó Hermione mientras los tres entraban apretujándose en la cabaña y se quitaban la capa para que Hagrid pudiera verlos—. Es que... ¡Oh, Hagrid!

—¡No es nada, no es nada! —exclamó él rápidamente. Cerró la puerta y corrió todas las cortinas, pero Hermione seguía mirándolo horrorizada. Hagrid tenía sangre coagulada en el enmarañado pelo, y su ojo izquierdo había quedado reducido a un hinchado surco en medio de un enorme cardenal de color negro y morado. Tenía diversos cortes en la cara y en las manos, algunos de los cuales todavía sangraban, y se movía con cautela, lo que hizo sospechar a Nora que Hagrid tenía alguna costilla rota. Era evidente que acababa de llegar a casa. Había una gruesa capa negra de viaje colgada en el respaldo de una silla, y una mochila donde habrían cabido varios niños pequeños apoyada en la pared, junto a la puerta. Hagrid, que medía dos veces lo que mide un hombre normal, fue cojeando hasta la chimenea y colocó una tetera de cobre sobre el fuego.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Harry mientras Fang danzaba alrededor de los chicos intentando lamerles la cara.

—Ya os lo he dicho, nada —contestó Hagrid con firmeza—. ¿Queréis una taza de té?

—¡Vamos, Hagrid! —le espetó Ron—. ¡Si estás hecho polvo!

—Os digo que estoy bien —insistió Hagrid enderezándose y volviéndose para mirarlos sonriente, pero sin poder disimular una mueca de dolor—. ¡Vaya, cuánto me alegro de volver a veros a los cuatro! ¿Habéis pasado un buen verano?

—Hagrid, te han atacado —dijo Nora con seriedad.

—¡Por última vez: no es nada! —repitió Hagrid con rotundidad.

—¿Acaso dirías que no es nada si alguno de nosotros apareciera con casi medio kilo de carne picada donde antes tenía la cara? —inquirió Ron.

—Deberías ir a ver a la señora Pomfrey, Hagrid —terció Hermione, preocupada—. Algunos de esos cortes tienen mala pinta.

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