[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk]
Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto.
Mientras tanto, Wal...
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Dos semanas pasaron. Habíamos cedido a la calma de que la vida siguiera sin el menor inconveniente; Franco y yo robábamos de vez en cuando, procurando no llamar la atención. Cada quién había tomado una silenciosa costumbre por su parte; Elizabeth, como toda buena guardiana, se plantaba en las escaleras durante largas horas, sin importarle el aburrimiento, el frío o el dolor que pudiera provocarle la posición. Las horas que no dormía, su forma de lidiar con la abstinencia, Ana se sentaba con ella a conversar. En una mutua búsqueda por evitarnos, los dos teníamos los horarios invertidos; mi hermana descansaba en la noche mientras yo lo hacía durante el día.
Elilia era tenía la actitud más extraña del grupo; había encontrado la forma de subir a la terraza y pasaba horas en soledad allí, pintando con las latas de aerosol que cargaba encima desde el incidente. Casi no hablaba, solo lo hacía conmigo cuando subía a acompañarla. Le llevaba la comida —casi siempre fideos instantáneos— y comía cerca, permitiéndole estar en compañía sin tener que hablar de lo que no comía. Algunos días se recostaba temprano y evitaba la cena, era cuando cambiaba mi rutina optaba por cenar con Elizabeth. Me sorprendía la diferencia entre las hermanas; mientras una se guardaba todo, la otra demostró una gran disposición en cuanto encontró un lugar seguro.
Tímida algunas veces y bastante torpe para comprender algunos chistes, Liz parecía aliviada desde lo profundo de tener compañía. Se dedicó a contarme historias de su vida que no contenían grandes secretos; sobre el clima tempestuoso del pueblo alemán en el que suele vivir, sobre un amigo que tenía con el que solía pasar tiempo en un lago, de una amiga aficionada a su motocicleta. Le tomó un gran cariño a Meg y esta a ella.
No tardé en ver lo sola que acostumbraba a estar. Hablaba como si hubiera llevado una mordaza por años, aunque fuera de nimiedades. Podía pasar horas monologando antes de darse cuenta de que yo no hablaba. Entonces comenzaba a balbucear y se disculpaba, yo me encogía de hombros y la dejaba seguir.
Aunque comenzaba a habituarme a esa actitud, no tenía punto de comparación con lo que me pasaba con Elilia.
La segunda me brindaba una inusitada confianza al sentarse en silencio conmigo. Nos comunicábamos más mediante la pintura que con las palabras. Compartía con vaguedad algunas ideas que tenía, preocupaciones que con claridad la atormentaban más de lo que decía, y luego algunos pequeños vestigios de su ser. Le gustaba oír mis ideas disidentes y luego discutirlas, tranquila con la sola posibilidad de expresar sus opiniones personales sin temer a ser juzgada. Incluso cuando le decía "esto es una tontería", sonreía y lo tomaba con ligereza; sabía que, por más estúpido que me pareciera algo, yo quería que fuera sincera y batallara en lugar de amoldarse a lo que yo tenía para decir.
Sin embargo, era en el silencio donde más cómodos nos sentíamos con el otro. Esquiva a las otras dos chicas, compartíamos un acuerdo tácito que ninguno mencionaba; el primer día había pasado cerca de una hora sentada en el alfeizar de la ventana, cansada y rendida, hasta que se recostó a mi lado y compartió el silencio conmigo, cada quien respetando el lado del otro y mirando al techo, incapaces de relajarnos.