[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk]
Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto.
Mientras tanto, Wal...
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Según Tadeo, Gloria lo relegaba desde la infancia a «tareas que no pusieran en riesgo la cena de ser carbonizada». La abuela tenía un limonero en el jardín que la sobrevivió y Tadeo estaba más que satisfecho con entregarse a la limonada mientras yo me encargaba de asistir a Gloria.
Él adoraba los guisos de su madre y este era el tercero que la ayudaba a preparar, uno de legumbres y verduras. Según él, ella me prefería a mí en la cocina porque sabía seguir instrucciones y, en sus palabras, «constituía un riesgo menor de incineración».
A la tercera vez que Gloria llamó a gritos a Anahí, se hartó. Dejó el cucharón de madera en la encimera y refunfuñó para sí misma.
—¡Esta chica y sus auriculares! Voy a cortarle los cables con una tijera...
Los labios de Tadeo se crisparon con una risa apenas contenida. Aguardó a que su madre saliera de la cocina para permitir que le saliera como un resoplido por la nariz.
Aproveché la ocasión para hablar.
—¿Pasarás la noche aquí?
Mis palabras soplaron la llamita naciente que era su sonrisa. Echó un vistazo sobre el hombro, a pesar de poder escuchar las voces en el cuartito de Ana.
—Papá desarmó mi cama cuando dejé de venir hace años y tú vas a usar el sofá. —Se encogió de hombros—. Volveré al refugio de Sol, Franco y yo tenemos varias cosas que solucionar.
—¡Oh! Pero yo no usaré el sofá, puedes quedarte con él.
Llené el silencio con el tarareo de una canción que Ana me había enseñado. A ella se le hacía gracioso que censurara la mayor parte.
Cuando acabé de echar el calabacín en la cacerola, tomé el trapo y me quité los restos de los dedos. Detuve el canturreo con un mohín pensativo ante la idea de todos los nombres que conocía para el calabacín. Quise contárselo a Tad, a él le encantaban las curiosidades lingüísticas. Cuando me di vuelta, él ya estaba mirándome, como si llevara largos segundos haciéndolo.
Franco decía que Tadeo era maestro en el arte de la «cejería». Definitivamente, yo nunca lo comprendería a la primera.
—¿Qué?
Elevó una de sus cejas un poco más. Por suerte, él no me avergonzaba cuando no comprendía como sí hacían muchos en Waldergifte. Se reclinó para explicarlo con paciencia.
—Así como lo dices, me haces pensar que dormirás con Ana.
—¡Oh, no, no! Volveré a casa después de cenar.
Soltó el limón cortado a medias sin fijarse en dónde caía. Sacudió de forma terminante la cabeza.
—¡Estás loca! —exclamó, bajando la voz un segundo demasiado tarde—. Tu padre te matará en cuanto pongas un pie en esa casa, es una estupidez regresar.