32.2 - Cuando pierda la cabeza

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Bajé del autobús de un salto, salpicando a los costados el agua sucia del charco en el que aterricé

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Bajé del autobús de un salto, salpicando a los costados el agua sucia del charco en el que aterricé. Los faros del vehículo se reflejaron en las gotas que volaron hacia arriba desde el charco y las que lloraban las nubes ennegrecidas. Se reflejó la luz roja de los frenos en el agua, en las vidrieras, en mis mechones grises mojados.

Caminé apretándome los brazos para estrujar el agua en la tela, frotándome las mangas y presionando de más donde tenía el tatuaje.

En general, yo no lloraba. No por hacerme la dura o la fría, sino porque era mi naturaleza. Rara vez sufrí por dolor físico o emocional.

Lloraba cuando Liz llegaba de visita por mi ingenuidad estúpida. Me frustraba ser una tonta que pensaba que algo sería diferente.

Nunca lloré por un chico o una amistad perdida. Tuve relaciones que pudieron haberme roto el corazón y amistades que me despreciaron. Y, peor; vi el cuerpo de mi madre, el suicidio de mi tía, tenía un padre que me llamaba "Cero", una madrastra que existía solo para vigilarme y una hermana que contó el único secreto que podía hundirme la vida. Jamás lloré por ellos. No directamente.

Sí lloré por confundir derecha con izquierda, tire con empuje, por no poder memorizar un número de teléfono o por no ser capaz de seguir unas simples instrucciones. Lloré mucho por lo que era mi mente, más no por los daños a mi corazón. A ese ya todo le daba igual.

En ese momento, una lágrima se acumuló en mis pestañas inferiores. Me había pasado una parada por distraerme con mis pensamientos. Me sentí una tonta.

Largaba un llanto austero, silencioso. Así lloraba yo; callada. Para mí misma.

Era tarde en la madrugada cuando ingresé al estacionamiento del hostel, apenas iluminado por los apliques exteriores. Sus paredes azules me dieron la bienvenida cuando la estructura con forma de «U» me engulló.

Me crucé a Soledad cuando ella acababa de bajar las escaleras. Por la forma que tuvo de moverse hacia mí, sujetándose de la pared y meciéndose apenas, asumí que estaba borracha.

Se mostró feliz de verme. Ni siquiera me dio tiempo a acabar de cruzar el estacionamiento.

—¡Hasta que llegas! —exclamó, quitándole el candado a la reja. Las bisagras chirriaron un saludo agónico—. A ver si tú puedes controlar a tu chico. Ya le dije que no quiero problemas aquí, pero me parece que tú tienes la correa.

Me guiñó el ojo.

«¿Qué?».

Con el ceño fruncido, subí la calzada e incliné la cabeza para evitar el chorro que caía agresivo de la canaleta. Di unos pasos rápidos para refugiarme bajo techo, en el túnel que conectaba el playón trasero con el frente del hostel.

—¿Qué pasó? ¿Qué problemas?

Con la palma abierta señaló a una baldosa junto a nosotras. Me tensé al distinguir gotas sangrientas diluidas por la lluvia.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora