46 - Fibra a fibra

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—¡A un lado! ¡Apártense!

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—¡A un lado! ¡Apártense!

La voz se fundió con el pitido en mis oídos. Había sangre alrededor —¿mía? ¿De quién era?—, sangre que me impedía sujetarme a algo. Resbalaba cada vez que intentaba incorporarme para alejarme del sonido infernal, pero era imposible. Hacía jirones las conexiones de mi cerebro. Tomaba con garras las partes de mi oído, y las desgarraba.

Fibra.

A.

Fibra.

Tardé en comprender que el sonido ya no estaba ahí, aunque su fantasma estuviera todavía chocando contra las paredes internas de mi cráneo. Estaba allí —estaba en todos lados—, demasiado, demasiado.

Gritos —¿algo sobre un helicóptero?—, palabras que cobraron con lentitud algo de sentido.

—Señor, no podemos...

¿Qué hice?

Sangre, cuerpos derrumbados. No pude oírlos, pero el sentimiento de urgencia se mezcló con la consciencia de la situación.

—Diecisiete y Sievers fueron requeridas para una misión. Luego enfrentarán las consecuencias de...

Resbalé con la sangre. Algo pesado y duro me sostenía; evitó que el golpe contra el suelo fuera brutal, pero el movimiento brusco me desorientó.

—Señor, el director quiere hablar con usted...

El tiempo pasó en una sucesión de imágenes recortadas. Soldados, batas blancas. Poco a poco, el pitido en mis oídos se fue esfumando y comencé a reconocer figuras que se mecían como si estuviéramos a bordo de un barco. Lento, lento...

—Súbanlas al helicóptero —dijo alguien.

El peso sobre mi cuerpo se aflojó —apenas con su ausencia reconocí que eran manos, muchas manos—, y fue reemplazado por el agarre firme de unos dedos familiares.

Un rostro se acercó al mío, un hombre —¿un muchacho?— de nariz recta y tez bronceada, sus ojos eran castaños, un color familiar, como el caramelo, como...

Valentino.

—¿Liz? ¿Me escuchas? —su voz parecía provenir de debajo del agua, ahogada por el zumbido remanente—. Tengo una orden para ti. Tú eres buena para seguir órdenes, ¿recuerdas?

Afianzó su agarre en mis hombros. La brusquedad me despabiló un instante suficiente para reconocer que me tocaba hablar.

—Sí, señor —balbuceé.

Me dio una palmada en la cabeza.

—Esa es mi chica. —Cerró los dedos en mi cabello y tiró para obligarme a prestarle atención—. Ahora, te ordeno que te levantes y subas al helicóptero. Tienes una misión, ¿entiendes eso?

Quise responder, pero lo único que me salió fue un bufido adolorido. Valentino insistió, con impaciencia:

—Diecisiete, levántate en este momento. No voy a dejar que te mueras porque decidiste que una chica importaba más que toda una vida de esfuerzo.

Sacudí la cabeza. Las náuseas ascendieron por mi garganta, pero se quedaron allí, un regusto amargo en la boca que me recordaba a las cientos de veces que atravesé aquello antes, un castigo al que mi cuerpo había aprendido a recomponerse hacía tiempo.

—No moriré hoy, señor —respondí, sin aliento, pero segura de ello.

Esta vez, reconocí una sonrisa en ese rostro alentador.

—Esa es mi chica —repitió,y parecía orgulloso.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora