38 - Duras como rocas

7 3 16
                                    

Una de mis rodillas cedió y me hinqué en el suelo frente a mi padre, presionando las manos contra mis oídos mientras me retorcía por el tortuoso sonido que me atravesaba el cerebro como un picahielo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Una de mis rodillas cedió y me hinqué en el suelo frente a mi padre, presionando las manos contra mis oídos mientras me retorcía por el tortuoso sonido que me atravesaba el cerebro como un picahielo. Sentí la sangre humedecerme las palmas, resbaladiza, cruel, imposible de ignorar. Estaba a punto de romperme la mandíbula por la fuerza que empleaba para resistir la necesidad de gritar.

«Ni se te ocurra echarte al piso ahora», me reprendió la voz de Tadeo —¿era él o una alucinación?— cuando estuve a punto de derrumbarme.

De alguna forma, conseguí mantenerme firme, a pesar de la frecuencia que parecía incrementar a medida que los minutos y las horas —¿segundos?— acababan conmigo.

Era más de lo que nunca había tenido que aguantar.

Como si alguien hubiera tomado mi mano quemada y hubiera forzado a mis uñas a arañar mis venas como si fueran una pizarra gastada.

Durante una eternidad, el mundo se apagó y volvió a encenderse. Cada tanto, me encontraba en silencio, y el alivio me hacía llorar en medio de la nebulosa que era mi vida, pero entonces llegaba de nuevo y me ahogaba en mi propio vómito cuando intentaba gritar.

Hubo una sola cosa que conseguí comprender en el limbo entre la inconsciencia y la agonía, un susurro que pudo ser un alarido acompañado del calor de un aliento rozando mi oído;

—Entre tu hermana y tú, no sé cuál me decepcionó más.

✧♜✧

Los oídos todavía me zumbaban cuando ingresé al hangar. Era temprano en la mañana —¿tarde en la madrugada?—, tanto que el cielo apenas comenzaba a aclararse. A pesar de ello, el recinto estaba lleno de gente despierta a todas luces, como yo; soldados y operarios que no parecían conocer lo que era el descanso.

Cuatro soldados se mi mismo rango me rondaban, sin acabar de acercarse demasiado a mí. Yo me mantuve en mi lugar, haciendo nada en una playa de cemento, las manos cruzadas a la espalda, el cabello sujeto en un moño endurecido por el gel, la vista en el helicóptero, en las astas recortadas contra los muros lejanos.

Hacía cosa de meses, no habría notado lo ruidosas que eran las conversaciones o lo nítidas que podían ser las voces si prestaba atención. Jamás me había concentrado lo suficiente para comprenderlos. Ahora, ese instinto que me llevaba a apagar todo eso era un interruptor roto; a más quería ignorarlos y convertirlos en ruido blanco, más consciente era de ellos.

Hasta que imaginé que era Anahí hablando sola, cuando me rondaba sin dirigirse a mí e insultaba al aire, pensaba en voz alta o tarareaba alguna canción, y conseguí regresar a algo similar a mis viejas costumbres —«mecanismos de supervivencia», les había llamado Tadeo— de estar sin estar. Solo que, incluso así, no llegaba a ser del todo yo.

Jamás había notado la suciedad irremediable en la pintura del helicóptero, las marcas en el suelo, los despiertos que parecían los técnicos en comparación con el resto de los guardias.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora