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Tadashi Yamaguchi

Luego de aquel encuentro con Mei, decidí ir a mi estudio de arte.

Había una necesidad dentro de mí, algo que me empujaba a hacer algo, cualquier cosa, para canalizar todo lo que estaba sintiendo. Caminé hacia un lienzo en blanco que había dejado a un lado, cubierto de polvo. Lo coloqué en el caballete, y sin pensarlo demasiado, tomé los pinceles y las pinturas.

Los colores parecían llamar mi atención: rojos intensos, negros profundos, toques de gris y blanco. No era una elección consciente, sino algo instintivo, como si mi mano supiera qué hacer antes de que mi mente pudiera procesarlo.

Sumergí el pincel en el rojo, casi con desesperación, y lo llevé al lienzo. El golpe del color fue violento, abrupto, una mancha que se expandía como una herida abierta. Sentí cómo el dolor, la ira y la tristeza salían de mí con cada pincelada. No trataba de formar una imagen clara, no en ese momento. Solo quería dejar salir todo lo que había estado reprimiendo.

Cada trazo era una liberación, un intento de capturar el caos que llevaba dentro. El negro se mezcló con el rojo, formando sombras y contrastes que reflejaban mi confusión, mi impotencia. El pincel se movía con fuerza, casi con rabia, como si intentara exorcizar los demonios que me atormentaban.

El silencio en la habitación se sentía pesado, roto solo por el sonido del pincel raspando el lienzo.

A medida que seguía pintando, mi respiración se hizo más profunda, más controlada. No estaba seguro de lo que estaba creando, y no importaba. La pintura se convirtió en una extensión de mis emociones, una manera de traducir lo que no podía expresar con palabras.

Finalmente, me detuve, con el pecho subiendo y bajando mientras contemplaba lo que había hecho. El lienzo estaba cubierto de colores oscuros, violentos, pero también había toques de luz, pequeñas líneas de blanco que se entrelazaban con las sombras. Era un reflejo de mi alma en ese momento: rota, herida, pero todavía aferrándose a algo de esperanza.

Solté el pincel, dejándolo caer al suelo, y retrocedí un paso. Me sentía agotado, como si hubiera vertido todo lo que tenía en esa pintura. Pero al mismo tiempo, había una extraña sensación de alivio, como si, al plasmarlo en el lienzo, hubiera encontrado una forma de liberarme, aunque fuera solo un poco, de la carga que llevaba.

 Pero al mismo tiempo, había una extraña sensación de alivio, como si, al plasmarlo en el lienzo, hubiera encontrado una forma de liberarme, aunque fuera solo un poco, de la carga que llevaba

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Cuando Tsukishima llegó a mi estudio, ya era de noche. Las luces amarillas iluminaban las paredes llenas de bocetos y pinturas que nunca terminé. La pintura nueva se hallaba en el medio de la sala.

Había algo en el silencio del lugar que me hacía sentir una calma extraña, como si el caos de todo lo que habíamos vivido se hubiera quedado fuera.

Cerró la puerta detrás de él y se quedó en la entrada, observando el desorden a su alrededor. Parecía cansado, más de lo habitual. Me pregunté cuántas veces había pasado por ahí sin decir nada, sin entrar, solo para asegurarse de que estaba bien.

Partners in crime// Tsukiyama/kagehinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora