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Cristhian

No podíamos estar pasando por esto otra vez. ¿Cómo habíamos terminado aquí de nuevo? Esa maldita sensación de que el mundo se desmorona a nuestro alrededor no nos dejaba. Íbamos rumbo a Los Ángeles, en el último vuelo del día, y todo parecía surreal. La pesadilla de perder a alguien más estaba tocando a nuestra puerta, y ninguno de nosotros sabía cómo enfrentarla.

César iba destrozado. Lo vi vomitar tres veces antes de que siquiera despegáramos. Estaba pálido, como si el aire a su alrededor no existiera. Sus ojos, que habían vuelto a ser tan brillantes, se habían apagado, y lo único que salía de su boca eran jadeos cortos y entrecortados, como si no pudiera respirar. Intenté acercarme para hablar con él, para decirle que todo estaría bien, pero era como si una barrera invisible lo rodeara, aislándolo del mundo. Se mantenía doblado sobre sí mismo, los brazos cruzados, sus hombros temblando, y aunque no decía nada, supe que se estaba culpando por todo. Así es César, siempre cargando el peso del mundo sobre sus hombros.

- No puedo respirar, Cristhian... - me dijo de repente, y en ese momento supe que no solo estaba lidiando con el miedo. Estaba teniendo un ataque de pánico. No era solo el dolor de lo que había pasado, era el terror de lo que podía pasar. La presión en su pecho, las lágrimas que se acumulaban pero que él no dejaba salir. Lo miré, desesperado, sin saber cómo calmarlo.

Lillian, sentada al otro lado del pasillo, lloraba en silencio. Sus ojos estaban rojos, su rostro hinchado por las lágrimas, y no dejaba de repetir entre susurros que todo esto era culpa suya. Luna, que se suponía era la fuerte, la que siempre sabía qué decir, estaba en shock, inmóvil en su asiento. También lloraba, pero sus lágrimas eran silenciosas, caían por su rostro sin hacer ruido. Estaba perdida en su propio mundo de dolor.

Mis papás se habían quedado con Dylan, intentando que al menos el niño no viviera este infierno, pero no pudimos convencer a Lillian de que se quedara. Todavía estaba lastimada por el choque, pero la plebe es terca como una mula. No quiso escuchar razones, ni siquiera cuando le dije que debía descansar, que con una costilla rota no debería estar viajando. Pero ella... ella no quería dejar sola a Tatiana. Lo entendía, lo entendía perfectamente, porque yo tampoco quería.
Ella le devolvió un poco de vida a mi familia.

César estaba tan encerrado en su propio dolor que ni siquiera podía ver el de los demás. Intenté abrazarlo, lo juro, pero me empujó, negando con la cabeza, incapaz de aceptar cualquier tipo de consuelo. Estaba enojado, furioso consigo mismo. Lo conocía demasiado bien. Sabía que se estaba culpando, que pensaba que todo esto era su culpa. Sabía que en su mente estaba convencido de que no había hecho lo suficiente para proteger a Tatiana, que había fallado, tal como se sentía por lo de Carlos. Y yo, maldita sea, no sabía qué más hacer para que saliera de esa oscuridad en la que se estaba hundiendo.

- No debí dejarla ir... - dijo en un susurro, apenas audible entre sus jadeos - No debí... Decirle nada de lo que dije.

Quería decirle que él no era responsable, que esto no era su culpa, pero sabía que no escucharía. ¿Cómo puedes razonar con alguien cuando su corazón está roto en mil pedazos?

Lillian, a pesar de estar lastimada, intentó acercarse a César, pero se detuvo a mitad de camino. Sus piernas temblaban, y su rostro mostraba una mezcla de dolor físico y emocional. Sabía que ella también se culpaba. Me dolía verla así, verla cargar con una culpa que no le pertenecía.

- Esto no es tu culpa, Lillian - intenté decirle, pero ella no me miraba. Solo miraba hacia la ventana, como si buscara respuestas en el paisaje oscuro que se extendía fuera del avión.

Sabía lo que estaba pensando. Estaba pensando en Carlos, en cómo lo habíamos perdido, en cómo este accidente le traía todos esos recuerdos horribles de vuelta. Y ahora con Tatiana... todo se sentía tan dolorosamente familiar.

solo en sueños Donde viven las historias. Descúbrelo ahora