Fuera hacía frío, viento y humedad. Así es Zaragoza, un paraíso para las chicas que, como yo, sufren de un encrespamiento atroz, y acaban con la cabeza parecida a la de un pelocho en cuanto hay un poco de niebla. Pero en ese momento tenía mayores problemas que mi pelo.
La suerte de vivir en el Paseo de la Independencia es que estás cerca de todo, y puedes ir andando a casi cualquier sitio del centro. Mi instituto se encontraba a tan solo diez minutos a pie y conseguí llegar segundos antes de que el conserje cerrase el portón.
Entré en el aula, y me desplomé en el asiento junto a Diego. Vi claramente la mirada que me echaron Pamela y sus amigas al irrumpir sin aliento y con el pelo revuelto. Las ignoré deliberadamente. Mis padres podían pensar que era superficial, pero en comparación con Pamela yo era Teresa de Calcuta.
—¿No te has peinado? —Rió mi amigo.
—No he tenido tiempo, mi vida se ha acabado esta mañana. —Solté un gemido y dejé mis cosas sobre la mesa con un ruido sordo.
—¿De nuevo? Se te ha acabado muchas veces en lo que va de mes.
Apoyé la cabeza sobre la mochila. —Pero esta vez es de verdad. —Susurré con un hilito de voz.
—Eso dijiste las cien veces anteriores. —Repuso sin un ápice de empatía, y fijó la vista en el cogote de Pamela—. ¿En qué estará pensando para venir así vestida?
Le eché un vistazo sin detenerme mucho en la minifalda que llevaba. Todo lo que podía mirar era ese larguísimo pelo rubio que no conocía la palabra "encrespamiento".
—¿Y a ti qué más te da? —Bufé—. Ya sabes que es una fresca.
Y vaya si lo era. Tenía una larguísima trayectoria de corazones partidos detrás de ella. Cambiaba más de novio que de sujetador. Era perfecta (exteriormente, me refiero) y disfrutaba siéndolo. Pertenecía a una especie diferente que yo, y básicamente nos ignorábamos mutuamente (a excepción de alguna mirada de superioridad que nos dedicaba a mis amigos y a mí). Esa era nuestra dinámica desde que se había matriculado en tercero de primaria, y continuaba siéndolo ahora que estábamos en segundo de bachiller. Tenía dos mejores amigas que seguían su trayectoria, Lala y Pilita. Y si el trío se creía superior a los demás, lo último que me faltaba era añadir más munición al hecho de que mis padres ya arrastraban cierta fama de peculiares. La mayoría tenían como cabeza de familia a un banquero o empresario, y no a un trabajador de la oficina del Defensor del Menor. La llegada de Rafael al instituto supondría mi suicidio social, si es que tuviese una vida social súper activa que cargarme.
En ese momento entró el profesor de Matemáticas y la oportunidad de explicarle a mi mal amigo cuál era mi desgracia se esfumó.
—No será tan malo. —Me dijo Diego, ya en el recreo, dándole el último mordisco a su bocadillo.
—Es peor. En serio, tendrías que haberlo visto. Es un delincuente con antecedentes penales, completamente tatuado, da miedo sólo de verlo.
Negó con la cabeza, y se pasó la mano por su largo flequillo negro, algo que hacía muy a menudo.
—Estás exagerando de nuevo. —Hizo una bola con el papel de aluminio que había contenido su almuerzo y la lanzó a la papelera más cercana. Golpeó el borde metálico y cayó al suelo, donde rodó varios centímetros—. Tiendes al melodrama. ¿Estás haciendo los ejercicios que te dije?
Le hice una mueca. —¿Te refieres a buscar cosas positivas y estar agradecida y todo eso? No sirven para nada.
Se encogió de hombros.
—No me digas que tú los haces. —Le dije, levantando las cejas.
—Yo no puedo hacerlos, no hay nada positivo a mí alrededor.
—Y me acusas a mí de melodramática... —Me eché a reír, aunque no venía a cuento. La vida de Diego no había sido muy fácil, pero parecía que lo peor ya había pasado. Sus padres eran fieles seguidores del Opus Dei, y su hijo pequeño se había desmarcado de la estela de sus perfectos hermanos mayores. En lugar de obtener las mejores calificaciones en Montearagón, se había escapado del colegio elitista en innumerables ocasiones, y cuando no estaba expulsado se encontraba proclamando a los cuatro vientos que eran una secta. Finalmente consiguió que sus padres lo cambiasen a cualquier otro centro, y ese centro fue Nuestra Señora del Carmen, mi colegio de toda la vida. Normalmente vestía de negro y el flequillo le tapaba los ojos. Yo dudaba que le gustase la corriente emo, creo que más bien lo hacía para provocar a sus padres.
—De todas formas no estamos hablando de mí, —cortó, tajante—. Y una cara nueva o mejor dicho, un aspecto nuevo, no nos vendrá mal en este maldito colegio lleno de polos de Lacoste y pendientes de perlas. Qué harto estoy de la alta zoociedad.
—Pues este más bien parece sacado del mismo barrio Oliver... —Comenté, y me arrepentí automáticamente de haberlo hecho. El primer y único chico con el que había estado Diego después de reconocer ante sí mismo que era gay vivía en ese barrio, y por algún extraño motivo se había convertido en una de las palabras tabú, junto a "homosexualidad" y "Julián".
—¿Tú también con esos prejuicios? —Me reprendió, con la cara empezando a enrojecer.
—No no, qué va, ya sabes que yo no... ha sido el primer barrio que se me ha pasado por la cabeza, ya sabes... —Se me acabaron las excusas en el mismo momento que sonaba la campana. Bendito fin del recreo. Me dirigí al edificio bajo su furibunda mirada, pero la jefa de estudios me detuvo antes de llegar a las escaleras y me mandó al despacho de la directora. Eso sí que era nuevo. Me despedí de mi amigo (aunque él pasó de mí), y tomé el camino contrario al que seguían los demás alumnos.
No me extrañó encontrarme con mi padre en la antesala de Dirección, ya que era amigo personal de la directora. Me hizo un gesto para que me sentase en una silla contigua a la que él ocupaba.
—¿Entonces tú eres el motivo por el que estoy perdiendo clase? —Dije con sequedad, aunque tomé asiento.
Él suspiró, cansado. Era un hombre de paz, al que no le gustaban nada las peleas, por pequeñas que fuesen.
—Luci, sólo te pido que seas un poco comprensiva. No todo el mundo ha tenido una vida tan regalada como la tuya, y aunque no seas capaz de ponerte en el lugar de Rafael, por favor, intenta comprender su situación.
Fruncí el ceño.
—¿Y qué situación es esa? —Pregunté con desgana, esforzándome por dejar patente mi falta de interés.
—Acaba de cumplir la mayoría de edad, no puede continuar en la casa de acogida, pero tampoco tiene un lugar al que ir. —Adoptó un tono grave.
—Pues que se vaya con algún familiar. —Repuse, cerrada en banda. No me había caído en gracia desde el primer momento, y de ninguna manera iba a cambiar de opinión sobre él.
—Bueno, esa no es una opción.
—Que se busque un trabajo.
—¿Y dónde vive mientras?
—Así que la única opción viable, según tú, incluye vivir en nuestra casa. —Alcé la voz, y mi padre miró nervioso alrededor, deseando no montar un numerito. Por suerte para él estábamos solos.
—Créeme, el caso de este chico es complicado. —Me miró, esperando algún tipo de respuesta por mi parte, pero como no sucedió nada terminó por perder la paciencia—. Y de todas formas es mi casa y soy yo el que debe tomar esta decisión. —Sentenció, poniéndose de pie. Hice lo mismo y me dirigí hacia clase, dando por zanjada la conversación.
Estaba indignada, hecha una furia, pero en el fondo me sentía culpable. Culpable por no ser tan buena persona como lo eran mis padres, y por no ser capaz de pensar en las desgracias ajenas.
ESTÁS LEYENDO
FRÁGIL
Romance-Dime una cosa... -Sus ojos estaban más oscuros que nunca, casi crueles-. ¿Te lo hizo mejor que yo? -Demandó con urgencia-. ¿Te tocó como te toco yo? -Insistió. Estaba completamente alterado mientras se acercaba todavía más. Di un paso atrás y mi es...