Parte 45

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—¿Quieres una tila? —Ofrecí, un rato después de estar en silencio. Aceptó y me fui a la cocina a prepararla. Mi madre tenía toda clase de hierbas y de infusiones, y opté por una que combinaba tila y melisa.

Calenté el agua en el microondas y eché dentro la bolsita. Le puse miel y regresé a su lado.

Me cogió la bebida y mientras se la bebía se calmó un poco, o al menos dejó de llorar.

Opté por no presionarlo para hablar, y acompañarlo en silencio, pero mi cabeza era un hervidero. A la vista saltaba que estaba fatal, y necesitaba saber el motivo ya.

—Todos estos días he estado comportándome extraño... —dejó la taza vacía en la mesita y comenzó por fin, pero con la vista fija en la alfombra—, y ha sido porque Julián volvió a escribirme.

Hice un sonido afirmativo, animándole a continuar. Diego había tenido novias, todas chicas majísimas y guapísimas, pero había desarrollado una especie de fobia a quedarse a solas con ellas, especialmente en situaciones que implicaban algún tipo de acercamiento. Con la última estuvo a punto de hacerlo, pero cuando ya estaban en la cama sintió la imperiosa necesidad de marcharse. Se sintió tan mal, "tan poco hombre" como en un ramalazo de sinceridad me había confesado, que casi cae en una depresión. Sus padres lo llevaron a un psicólogo, que concluyó en la absoluta intimidad de la consulta que lo suyo era un problema de orientación e identidad sexual.

Diego se enfadó con el especialista y dejó de ir. Aun cuando apareció Julián y puso su mundo patas arriba él seguía sin reconocer ante sí mismo su homosexualidad, y el negar algo tan importante lo estaba desquiciando, o eso me parecía a mí.

Él reconocía que ese chico tenía algo diferente, algo que lo empujaba a estar con él y a sentir que todo estaba bien. De hecho sus dificultades con la intimidad habían desaparecido con su llegada. El problema era la negativa de Diego a aceptarse a sí mismo y que el dichoso Julián era un pieza de cuidado, amante de la mala vida.

—Me convenció para que quedase con él, y nos vimos un par de veces como amigos. Tomamos café y alguna cerveza. Y luego, bueno... —se puso rojo y odié que se avergonzara—, volvimos a liarnos.

—¿Te ha vuelto a hacer daño? —Pregunté, con ganas de estrangular al dichoso Julián. Ya le había puesto los cuernos anteriormente.

Diego sacudió la cabeza con tristeza.

—La primera vez que me escribió me aseguró que había cambiado —reprimí una mueca escéptica—, y te puedo asegurar que lo he visto con mis propios ojos. No es el mismo, se ha transformado. Ahora está trabajando, y ha retomado sus estudios. Está mucho más calmado.

No dije nada. Mejor permanecer callada que poner verde al amor de mi amigo.

—¿Entonces?

—Mis padres se habían ido de viaje, y yo estaba solo en casa, así que ayer lo invité a cenar. —Seguía sin mirarme—. Todo fue tan perfecto que también se quedó a pasar la noche. No sabía que mis padres adelantarían su vuelta por los vértigos de mi madre... —Se trabó ligeramente—. Nos pillaron en mi cama, juntos, esta mañana. —Levantó la vista y sus ojos reflejaban una angustia desesperada. Me había quedado petrificada, y mi cerebro no respondía. Sólo podía imaginarme a la excéntrica madre de mi amigo entrando en su habitación y encontrándose con ese panorama—. Mi madre se volvió completamente loca, completamente. —Había empezado a llorar de nuevo—. Julián prácticamente huyó con la ropa en la mano, sin que le diese tiempo de vestirse, y entonces el infierno se desató en casa. —Se limpió la cara con un pañuelo antes de continuar—. Mi padre gritaba, mi madre chillaba, me decían que era la vergüenza de la familia, que tendrían que encerrarme en un psiquiátrico, que no sabían qué habían hecho mal para que yo saliese así, que iba a provocar que mi familia fuese el hazme reír de Zaragoza... —Ahora sollozaba con más fuerza y me resultaba difícil entender sus palabras—. Yo no era capaz de encontrar mi voz, ni de defenderme, y en plena discusión mi madre se desmayó. En mi habitación, delante de mis narices. —Se sorbió la nariz y tomó una inspiración—. Mi padre me dijo que mis disgustos la iban a matar, que todo era culpa mía, que no quería volver a verme. —Sacudió la cabeza, como si quisiese alejar ese recuerdo—. Así que me fui de casa con lo puesto.

—Diego... —Susurré, atrayéndolo hacia mí y abrazándolo con fuerza—. Tus padres están locos, lo sabes, ¿verdad?

—Yo ya no sé qué es lo que está mal conmigo. —Su cuerpo temblaba por el llanto.

—Nada, no hay nada mal en ti... —Le acaricié el pelo—. Nadie tendría que pasar por lo que tú has pasado. —Le apreté con más fuerza. En ese momento detestaba a sus padres, por poner enormes rocas en el camino de un chico que ya estaba plagado de piedras—. Ahora estás aquí, y lo peor ya ha pasado. —Dije en voz bajita.

Estuvimos un largo rato abrazados, hasta que se me entumeció el cuerpo. Diego por fin se había calmado, pero estaba lánguido, sin fuerzas, sin ganas. Intenté que pensase en otra cosa.

—¿Quieres comer? —Hubiese sido más correcto ofrecerle una merienda, teniendo en cuenta la hora que era—. Tengo comida japonesa.

—No tengo hambre. —Repuso, abrazándose las rodillas.

—¿No tienes hambre de yakisoba o no tienes hambre de nada?

—De nada, creo que si metiese algo en mi estómago lo vomitaría.

Yo, por mi parte, iba a desfallecer, pero no quise dejarlo.

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