Parte 11

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Cuando llegué ya me estaba esperando, junto al viejo puesto de castañas que ponían al lado de la bocatería todos los inviernos. Llevaba una americana negra con algunas chapas en la solapa, y se veía más alternativo que nunca.

—Ey.

—Ey. —Lo saludé—. Te has arreglado. Espero que mañana te pongas así de guapo para el Cavas.

—Pss. Primero, lo dices por que me miras con buenos ojos, —dijo, sujetando la puerta del Pans mientras yo pasaba— y segundo, no creo que el Cavas sea un lugar de caché, por lo que he oído.

—¿Y la fiesta de esta noche sí lo es? —Pregunté con sorna.

Pedimos dos menús de bacon con queso y nos sentamos en una de las pocas mesas libres. Las risas estridentes del resto de jóvenes llenaban el local. Diego estaba de lo más normal, y todas mis dudas de por la mañana se diluyeron. Ni siquiera consideré oportuno sacarle el tema sobre sus rarezas.

—¿Sabes como llegar?

—Nop. Pero lo miro en la página de Tuzsa en un momento. —Sacó su iPhone y yo aproveché para mirar mi móvil. Naiara me había enviado un Whatsapp para asegurarse de que no me echaba para atrás. Le contesté un "Ya te he dicho que no, PESADA", y un emoticono con cuernos.

—Tenemos que hacer transbordo en la Plaza del Emperador. —Murmuró Diego, y mis ánimos cayeron.

Resoplé. —¿No llega el tranvía hasta allí?

Rió ante mi pregunta. —Claro que no.

Habían levantado toda Zaragoza con las obras. Habían cortado decenas de calles, cambiado rutas de autobuses y desbaratado la rutina de los habitantes, y de momento sólo estaban operativas dos líneas. El lema que inundaba toda la ciudad, "Para, Mira, Pasa", no había servido de mucho, pues en la primera semana de servicio ya había atropellado a una mujer.

—Entonces vámonos ya, —puse mi bandeja sobre la suya y cogí ambas—, o llegaremos a las tantas.

Tiré los restos de comida en el contenedor y salimos a la calle. Una fría ráfaga de viento me cortó las mejillas. Me subí la cremallera del abrigo hasta que el cuello me llegó a la barbilla. Esa noche hacía cierzo, pero no había humedad. Mi pelo estaba a salvo.

—¿Te vas a encontrar con Pablo Arellano? —Me preguntó cuando ya habíamos llegado a Montecanal. Los altos bloques de edificios habían dado paso a increíbles urbanizaciones privadas, llenas de mansiones de tres y hasta cuatro plantas. Parecía que estábamos no sólo en una ciudad diferente, sino en un mundo distinto. Incluso el cierzo soplaba con menor intensidad allí.

—Pero ¿qué os ha dado con él? —Protesté.

—Tenemos curiosidad. No es un chico con el que solamos hablar.

—¿Tenéis? ¿Habéis estado hablando a mis espaldas? —Le escudriñé el rostro, y su sonrisa lo delató—. ¿Tú y quién más?

—Martina. Me ha escrito esta tarde para ver si sabía algo al respecto.

Puse los ojos en blanco. —¿A qué fin iba a estar interesada en él? —Omití el hecho de que había descubierto su existencia el día anterior.

—Eso mismo me pregunto yo. A qué fin estarías interesada en él, teniendo a alguien como Moreno durmiendo en la habitación de al lado.

Le di un codazo en las costillas y gimió.

—No-me-lo-nombres. —Gruñí a través de los dientes.

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