Parte 7

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Me desperté con el tiempo justo para ir a clase. La noche anterior me había costado conciliar el sueño a causa del encontronazo, y cuando por fin me había dormido, lo había hecho de forma inquieta y con extraños sueños.

Mi padre había preparado tostadas, y me esperaba con la mesa puesta. No era habitual en él estar en casa a las ocho de la mañana. Las pocas veces que estaba en Zaragoza desayunaba fuera, mientras gestionaba alguno de los muchos proyectos sociales que promovía. El resto del tiempo se encontraba en Madrid, Barcelona, Lisboa o cualquier otra ciudad.

—Buenos días. —Me dedicó una sonrisa reluciente, pese a la cena de la noche anterior.

—¿Esto es para mí? —Pregunté, señalando el plato con las rebanadas de pan, ya untadas.

Asintió e hizo un gesto para que me sentase a su lado.

—¿Y el invitado? —Sólo había dos vasos en la mesa.

—Va a estar aquí mucho tiempo, así que no tiene sentido que lo llames de esa forma.

—Yo no pienso ir a despertarlo. —Lo informé, mientras daba un mordisco a la tostada.

—En realidad ya ha salido. —Dijo, recolocándose las gafas—. Quería pasarse por el taller de su amigo para acelerar lo del puesto de trabajo.

Había algo en su voz que no cuadraba.

—Parece que te molesta. —Intenté que mi tono no sonase recriminatorio, pero sí lo hizo.

—Rafael ha pasado por mucho, no necesita complicarse la vida añadiéndole un trabajo. —Hablaba más consigo mismo que conmigo.

—Pues yo creo que le vendrá muy bien trabajar. Madurará y aprenderá lo que cuesta ganar el dinero que va a gastarse a vuestra costa.

—¿Y no crees que eso podrías aplicártelo a ti misma? —Me miró con ligera decepción, y aunque no dejé que se notara me afectó. Siempre había vivido a la sombra de mis modélicos padres. Nunca podría ser tan buena persona como ellos, entonces ¿por qué intentarlo? Así que en ocasiones hacía gala de una frivolidad y un egoísmo con los que no me identificaba. Pero también ellos tenían culpa. Primero por ser tan perfectos, y segundo por haberme llevado desde los tres años a un colegio de niños pijos en el que los valores más exaltados no eran lo más adecuados. (¿Además no decían las corrientes psicológicas que los hijos han de superar y mejorar a sus padres, creando su propia identidad? Pues bien, yo no sólo no podía superar a los míos, sino que apenas podía acercarme mínimamente a lo que eran.)

—Tu única ocupación es estudiar, y a veces ni eso haces —continuó mi padre—. Y te permites el lujo de opinar sobre un chico sin familia, precisamente tú, que lo has tenido todo.

Lo de "chico sin familia" me reblandeció un poquito el corazón, pero sólo un poco. Aunque cualquier sentimiento quedó eclipsado por el enfado que me produjo su acusación. Más de lo mismo, siempre igual. Los padres perfectos que han tenido una hija totalmente desastrosa.

—¡Yo no tengo la culpa de haber nacido en una familia pudiente y no en África! —Elevé la voz, y tiré la tostada de nuevo al plato. Se me había ido el apetito.

Mi padre respiró pausadamente, e hizo gala de su enorme paciencia.

—Lucía, cariño —dijo con suavidad— entiendo que esto sea un poco duro para ti, pero...

—¿Duro? —lo interrumpí—. Has metido a un delincuente en casa, lo has matriculado en mi instituto... ¡y le has dejado una habitación prácticamente al lado de la mía! ¿Y qué pasa si es un violador? —Grité, cogiendo carrerilla y empezando a decir lo que yo misma reconocía como sandeces.

—Rafael no es ninguna de esas cosas —me miró ofendido—, puedo asegurártelo.

—¿Y cómo es eso?

—Por que lo conozco bien. —Se limitó a decir.

—Ah, sí, claro, ya veo. —Hice un par de aspavientos y me levanté de la mesa con el plato y el vaso.

—Llevo casi un año pendiente de su caso, y sé que es buena persona, independientemente de lo que haya hecho en el pasado.

—Por dios. —Lo miré con dramatismo—. Prefiero no saber qué es exactamente lo que ha hecho, porque me veo sin poder conciliar el sueño. —Dejé la vajilla en la pila de la fregadera y salí de la cocina, con ganas de llegar al instituto.

La charla matutina me había retrasado, y cuando llegué a clase la profesora de Historia ya había entrado al aula. Aprovechó mi falta para usarme como chivo expiatorio y dar una charla a toda la clase sobre la importancia de la puntualidad y el compromiso personal, valores perdidos en la sociedad actual. Rafael estaba en la tercera fila, más espatarrado que sentado en la silla, y me miró con sonrisa burlona durante todo el sermón. Estoy bastante segura de que me puse roja como un tomate. A ello contribuyó también el hecho de que Pamela y compañía asintiesen de vez en cuando a las palabras de Doña Eulalia, como si estuviesen totalmente de acuerdo con la reprimenda.

Cuando por fin tuve permiso para sentarme, hui a la última fila. Diego se giró desde su asiento, varias filas más adelante, y me hizo un gesto de apoyo silencioso. Le dediqué una triste mueca y procedí a sacar los libros.

Sin embargo la docente tenía otros planes que dar materia.

—Como sabéis tenemos un nuevo alumno, Rafael Moreno. —Lo señaló con un gesto de cabeza y una sonrisa.

—Sólo Moreno. —Dijo él, y para mi shock Doña Eulalia asintió, conforme. ¿Por qué le permitían semejantes tonterías?

—Cuéntanos un poco sobre ti. —Pidió, apoyando el trasero amigablemente en la mesa. Normalmente se limitaba a sentarse en la silla y punto.

—Ya me presenté ayer. —Repuso Rafa.

—Pero yo no estaba. —Soltó Pamela, con su desparpajo habitual, y le sonrió desde el otro extremo de la clase—. Soy Pam, por cierto.

A penas pude ver la cara de Rafael desde mi posición, pero puedo decir que se incorporó en la silla, dispuesto a prestarle toda la atención del mundo a nuestra chica estrella.

—Bueno, pues soy Moreno.

—Cuéntanos algo más. —Le insistió la profesora—. ¿De qué centro vienes?

—De un centro de menores. —Soltó él, y mi corazón se saltó un latido. ¿Cómo podía haber lanzado semejante bomba? No fui yo sola, el resto de la clase también se había quedado en absoluto silencio. Pero la cosa aún podía empeorar, porque continuó—. Me estoy quedando en casa de Lucía.

En ese momento treinta cabezas se giraron hacia mí, algunos con silla incluida. Me sentí morir con todos esos ojos clavados en mi persona.

—¿Hiciste alguna cosa mala para entrar a ese centro? —Preguntó Daniel, uno de los mellizos, lo que me pareció una eternidad después. Nunca había destacado por su inteligencia, y me pregunté si realmente sabía de qué tipo de centro estaba hablando.

—Más de una. —Respondió el aludido, y se permitió el lujo de soltar una risa de suficiencia, mientras se repantingaba de nuevo en el pupitre—. ¿Alguna pregunta más?

—Sí, yo. —Dijo Pamela levantando la mano—. ¿Qué haces este fin de semana?

Toda la clase rió ante su ocurrencia. El propio Rafa rió. Pude distinguir su risa baja, suave y grave al mismo tiempo, entre todas las demás.

¿Qué estaba mal con ella? Acababa de reconocer que era un delincuente... ¡y aún así lo invitaba a salir! ¿Sería cierta la teoría de que los chicos malos eran un imán para las mujeres?

—Está bien. Estamos encantados de tenerte con nosotros —concluyó la docente, aunque la sonrisa se había borrado de su rostro tras conocer la nueva información—. Abrid los libros por la página ochenta y seis.

Comprobé el horario. Volvería a coincidir con los del tecnológico a última hora, para Psicología. Enorme desgracia la mía. Sólo deseaba que llegase el recreo para poder desahogarme con Diego.

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